La sangre de los toreros

 La sangre de los toreros


Una mueca de incomprensión aparece en el gesto cuando te preguntan porqué se queda un torero en el ruedo tras caer herido. Un gesto que causa admiración y respeto. El toreo es un arte a veces incomprensible y otras inexplicable; ahí también radica la grandeza de su misterio, porque sus protagonistas son únicos como único es el arte efímero e irrepetible que le envuelve. Son los últimos héroes que nos quedan en un mundo de valores, de valor —de valor sin cuentos—, de respeto y grandeza. Y de verdad. La sangre que se derrama en el ruedo es real. No solo la del toro que le da los argumentos cargados de demagogia a los antitaurinos para vomitar sapos y culebras por esa boca que se le llena para lanzar una falsa defensa del más hipócrita animalismo. También derrama la sangre el torero, que es la que los mismos ‘anti’ emplean para regocijarse y celebrar sin escrúpulos ni miramientos en las redes sociales amparados en el anonimato para ocultar sus vergüenzas.

El gesto de Ginés Marín el domingo en Madrid impactó hasta el más neófito de los presentes en Las Ventas. A los aficionados con sentimientos reales, no como los antitaurinos que solo ven y sienten lo que quieren y e interesa. Son gestos inexplicables que solo están al alcance de los toreros. Que son héroes distintos al resto, pero que sufren y sienten como cualquiera de los mortales.

Es difícil de explicar esa reacción cada vez más habitual de los toreros de quedarse en el ruedo tras caer heridos, que no es nueva pero que empezó poner en práctica José Tomás de forma casi heróica. Y no por ello la sangre es menos sangre, ni el dolor es menos dolor. Porque en el ruedo se sufre de verdad, como se sangra y se muere sin miramiento. Pero un hombre vestido de luces se convierte y transforma en un héroe donde se multiplican los valores que por sí misma tiene la tauromaquia y que ya están casi extintos en la sociedad en la que vivimos.

Ginés Marín cayó herido de gravedad el domingo en Las Ventas por un toro de El Parralejo, en el inicio de faena. Y de allí no se movió hasta que le dio muerte. Con el muslo abierto y doblemente atravesado no apareció una sola señal de lástima, ni un ademán de dolor. Nada, absolutamente nada, que hiciera notar que estaba con las carnes abiertas con una cornada de dos trayectorias, de 20 centímetros y otra de 25. Y allí no hubo ni un solo gesto y solo le delataba la sangre que manaba de la parte interna del muslo derecho que tenía del color de los valientes la seda azul de la taleguilla. Se mantuvo en el ruedo inalterable. Siguió toreando como si nada. Continuó desafiando a la muerte por ambos pitones. No cojeó siquiera una vez. Entró a matar con la rectitud de los elegidos. Y, arrastrado el toro y retirado por las mulillas, se lavó las manos y la cara, se enjuagó la boca, recogió la ovación desde el tercio y se marchó al callejón como si nada para irse, por su propio pie, camino de la enfermería bajo una atronadora ovación con la que Madrid se rendía a su entereza. El padre de Ginés, picador de su cuadrilla, se mantuvo inalterable desde el callejón viendo y admirando la gesta de su hijo casi sin pestañear. Con la misma sangre fría. Solo se atrevió a acercarse a él cuando pasó por la puerta de la enfermería y los dos unieron sus mejillas sin aspavientos y con la misma entereza. ¿Por qué hacen eso los toreros? Por seguir siendo únicos. No hace falta explicación. No la tiene ni hace falta buscarla. Son toreros.



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