Comer por la noche tiene profundos efectos en el hambre y en las hormonas reguladoras del apetito

 Comer por la noche tiene profundos efectos en el hambre y en las hormonas reguladoras del apetito


Comer por la noche es un mala idea si quiere tener un peso saludable. Un estudio muestra ahora que el momento en que comemos influye significativamente en nuestro gasto energético, el apetito y las vías moleculares del tejido adiposo. Sus resultados se publican en «Cell Metabolism».

Aunque los mantras populares de las dietas saludables desaconsejan picar a medianoche, pocos estudios han investigado de forma exhaustiva los efectos simultáneos de las comidas tardías en los tres actores principales de la regulación del peso corporal y, por tanto, del riesgo de obesidad: la regulación de la ingesta de calorías, el número de calorías que se queman y los cambios moleculares en el tejido graso. Ahora este estudio aporta la evidencia científica necesaria.

«Queríamos comprobar los mecanismos que pueden explicar por qué comer tarde aumenta el riesgo de obesidad», explica el autor principal, Frank A. J. L. Scheer, director del Programa de Cronobiología Médica de la División de Sueño y Trastornos Circadianos del Brigham Women Hospital.

Aunque investigaciones anteriores realizadas habían demostrado que comer tarde se asocia a un mayor riesgo de obesidad, a un aumento de la grasa corporal y a un menor éxito en la pérdida de peso, los investigadores querían entender por qué.

¿Importa la hora a la que comemos cuando todo lo demás se mantiene constante?

«Descubrimos que comer cuatro horas más tarde supone una diferencia significativa para nuestros niveles de hambre, la forma en que quemamos calorías después de comer y la forma en que almacenamos grasa», señala la primera autora, Nina Vujović,

Vujović, Scheer y su equipo estudiaron a 16 pacientes con un índice de masa corporal (IMC) en el rango de sobrepeso u obesidad.

Cada uno completó dos protocolos de laboratorio: uno con un horario de comidas tempranas estrictamente programado, y el otro con exactamente las mismas comidas, cada una programada unas cuatro horas más tarde en el día.

En las dos o tres semanas antes de empezar cada uno de los protocolos, los participantes mantuvieron horarios fijos de sueño y vigilia, y en los tres días previos, siguieron estrictamente dietas y horarios de comida idénticos en casa.

En el laboratorio, los participantes documentaron regularmente su hambre y su apetito, proporcionaron pequeñas muestras de sangre frecuentes a lo largo del día y se les midió la temperatura corporal y el gasto energético.

Para medir cómo la hora de comer afectaba a las vías moleculares implicadas en la adipogénesis, es decir, cómo el cuerpo almacena la grasa, los investigadores obtuvieron biopsias de tejido adiposo de un subconjunto de participantes durante las pruebas de laboratorio en los protocolos de alimentación temprana y tardía, para permitir la comparación de los patrones/niveles de expresión genética entre estas dos condiciones de alimentación.

Los resultados revelaron que comer más tarde tenía profundos efectos en el hambre y en las hormonas reguladoras del apetito, la leptina y la grelina, que influyen en nuestro deseo de comer. 

En concreto, los niveles de la hormona leptina, que señala la saciedad, disminuyeron a lo largo de las 24 horas en la condición de comer tarde en comparación con las condiciones de comer temprano.

Además, cuando los participantes comían más tarde, también quemaban calorías a un ritmo más lento y mostraban una expresión genética del tejido adiposo hacia un aumento de la adipogénesis y una disminución de la lipólisis, que promueven el crecimiento de la grasa.

Comer 4 horas más tarde supone una diferencia para nuestros niveles de hambre, la forma en que quemamos calorías después de comer y en la que almacenamos grasa

Vujović explica que estos hallazgos no sólo concuerdan con un amplio conjunto de investigaciones que sugieren que comer más tarde puede aumentar la probabilidad de desarrollar obesidad, sino que arrojan nueva luz sobre cómo podría ocurrir esto.

Mediante un estudio aleatorio y cruzado, y controlando estrictamente factores conductuales y ambientales como la actividad física, la postura, el sueño y la exposición a la luz, los investigadores pudieron detectar cambios en los diferentes sistemas de control que intervienen en el equilibrio energético, un indicador de cómo nuestro cuerpo utiliza los alimentos que consumimos.



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