Recuerdos y almas en pena

 Recuerdos y almas en pena


ESTA ciudad, Salamanca, es en sí misma un museo de piezas atesoradas durante siglos, maestras y únicas. Seguramente irrepetibles. Todas deberían estar protegidas por un cristal blindado, en especial las fachadas de San Esteban, Catedral y naturalmente la de la Universidad de Salamanca, pero al resto podríamos exhibirlas en una vitrina como las joyas que son. Aunque lo cierto es que las tenemos a la intemperie, sometidas al capricho del tiempo, de las palomas y los cernícalos de dos piernas con una mala noche. Luego están los museos dentro del gran museo que es la ciudad, cuya historia comenzó con aquel gran destrozo que fue la Desamortización de Mendizábal y podría haberse llamado el Expolio de Mendizábal, que en Salamanca se sumó al de la francesada. Con piezas desamortizadas nació el primer museo salmantino en el convento de San Esteban, de donde pasaron al Palacio de Anaya en 1848 y al Patio de las Escuelas Menores antes de recalar en la casa de los Doctores de la Reina, que promovió Fernando Álvarez Abarca, suegro del comunero Francisco Maldonado. Los huesos de ambos y los de sus esposas se mezclaron con los cascotes en los que la Guerra de la Independencia convirtió el vecino convento de San Agustín. Sólo se rescataron los huesos de Fray Luis de León tras una expedición arqueológica. La casa de Álvarez Abarca es desde 1947 Museo de Salamanca, pero sus raíces se hunden en el ecuador del siglo XIX. Amelia Gallego en 1975 escribió un extraordinario libro de la Casa y el Museo, y más recientemente Mercedes Moreno lo hizo en modo guía. En 1975 el museo estaba recién reinaugurado tras una reforma que entre 1970 y 1974 convirtió ocasionalmente a la Casa de las Conchas en Museo de Salamanca. Un edificio vinculado a los Maldonado, por lo tanto, al comunero y de alguna forma a la casa de los Álvarez Abarca, pero esa es otra historia, aunque deja claro que aquí nos conocemos todos. Hoy es el Día de los Museos y lo bueno es que hay donde elegir.

El ”Clínico” podría ser ahora mismo un museo de la Medicina con los equipos, instrumental y muebles que han sobrevivido al traslado y continúan en sus salas. El edificio que diseñase el gran especialista en arquitectura sanitaria del momento, Martín José Marcide Odriozola, volverá a ser nada, como lo era antes del 13 de octubre de 1970, cuando se colocó su primera piedra y comenzaba la rehabilitación de la Casa de los Álvarez Abarca. Su arquitecto –lo fue también de “La Paz”, el zamorano hospital de la “Concha” o del burgalés “General Yagüe”—no lo vio hecho porque murió en 1972. Hoy, cerrado y esperando ser desmontado y demolido, por sus pasillos vagan recuerdos y almas en pena, como en cualquier museo (y la propia ciudad), que atenderían a cualquier sicofonía que se les solicitase por Iker Jiménez, por ejemplo. Estas semanas me han comentado algunos conocidos que sienten una gran tristeza porque en ese “Clínico” han pasado media vida, y otros, directamente, rechazan su derribo cuando estamos tan necesitados de, por ejemplo, un centro de atención geriátrica que tanto ha reivindicado Juan Antonio González en todos los foros. Pues no, el viejo hospital está al borde del derribo y no tendrá otro uso como sí lo tuvo el Hospital Provincial de Andrés García Tejado, que hoy es residencia provincial de mayores, pues pudo desaparecer ante la aparición estelar del “Clínico” en el ecuador de los años setenta gracias al impulso de Jesús Esperabé de Arteaga, hijo y nieto de rector. Me pregunto, por cierto, si alguien se habrá acordado de retirar y guardar para el museo la lápida que recoge su inauguración por los Reyes de España, y si se protegerá el busto de Severo Ochoa, que es doctor honoris causa por Salamanca, para reponerlo llegado el caso.

“El Clínico” se ha comportado ejemplarmente cuando se le ha exigido un esfuerzo. Lo vimos en los meses duros de la pandemia y también en accidentes graves como el de Muñoz. Ha sido lugar de cura e investigación. Acumula recuerdos felices y trances dolorosos. Y no sé si ha tenido la despedida que se merece, pero es lo que toca. La vida es así, sigue adelante. Pronto será recuerdo y al cabo de los años su rastro sólo quedará en las hemerotecas –físicas y digitales—y quizá en algún museo de la Medicina si alguna vez lo hay.



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