Los hijos de Putin

 Los hijos de Putin


Qué ingenuo fui pensando que de la pandemia saldríamos mejores. Mi fe en la Humanidad claudica frente a esta guerra de agresión que nos muestra un tanque desviando su camino para aplastar el coche de un civil, o cómo niños que aún no han aprendido a leer ayudan a preparar cócteles molotov. Todo eso, a cuatro horas de vuelo comercial desde España. O a menos de una hora de misil.

Se me indigestan quienes aspiran a demostrar que son más listos que nadie enfrentándose a la evidencia: que si la tierra es plana, que si las vacunas tienen grafeno o que si la invasión de Ucrania es un ejercicio necesario de desnazificación. Como casi todos los autócratas, Putin carece de ideología. Su dictadura ha privatizado la corrupción del Comité Central, asentando su poder sobre un hatajo de multimillonarios repartidos por el mundo con fortunas de origen inconfesable. Pasea arrogante a caballo y se encomienda a su Dios bañándose en agua helada. El macho alfa acaudilla la herencia del imperio con una economía cuyo peso bruto en poco excede a la española, pero con una fuerza nuclear capaz de aniquilar el planeta. Más de tres décadas después de que cayera el Muro de Berlín, el nuevo Zar, el nuevo Stalin, no sólo arrebata la libertad a su pueblo, sino que lo narcotiza con la ilusión por la grandeza de la Madre Rusia.

Dijo Burke que “para que triunfe el mal sólo es necesario que los hombres buenos no hagan nada”. La historia reciente de Europa revela que la condescendencia con el intransigente no es el mejor camino para la distensión. El Führer de San Petersburgo viene actuando desde hace años de igual modo que hizo Hitler en los prolegómenos de la invasión de Polonia, prometiendo paz a cambio de territorio, pero llega un punto en el que la tolerancia deja de ser una virtud. Ya alcanzamos ese momento, y quienes mejor lo saben son los países que ya estuvieron sometidos al rodillo del Kremlin.

No llamo a la guerra, sino a la razón y a la dignidad como valores universales. Putin está solo y depende de esos mafiosos que hacen negocios a lo largo y ancho del mundo, dirigiendo sus empresas desde yates de lujo amarrados a los puertos occidentales. Reforcemos ese aislamiento, porque las relaciones económicas responden hoy a una lógica muy distinta a la de hace casi un siglo. Garanticemos que ese régimen se sienta fuera de la civilización y que sufra las consecuencias de una oposición global, por caro que nos resulte. Y no dejemos solo al pueblo ucraniano, al que debemos ayudar tanto a defenderse de la injustificable embestida del oso ruso como a terminar de derrumbar la infame imagen internacional de sus agresores.



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