El mundo del campo se nos muere

 El mundo del campo se nos muere


DOBLO el espinazo para recoger un saco de cinco kilos de patatas, miro el precio (4,79€) e intuitivamente me acuerdo de Moisés, quién me ha contado hace unos días que la próxima campaña ha cerrado la venta de su producción de patatas a 0,2€/kg. No soy de números, pero las cuentas cantan a la primera, de lo que pagamos en las atestadas cajas de los supermercados sólo una quinta parte llega al bolsillo de quién ha sudado la tierra, el mismo que ahora se plantea dejar el modo de vida de todas sus generaciones pasadas. A la mierda con la tradición.

Eso es lo único que corre por su mente cada vez que miran el surtidor de gasóleo. Hace un año ya pensaban que pagar el litro a cincuenta céntimos era demasiado y ahora no lo encuentran por menos de un euro, y peores son todavía las cuentas con los fertilizantes y la electricidad. El balance de resultados no aguanta un asalto y esa es la razón de que agricultores y ganaderos hayan arrancado los tractores camino a las ciudades, pisando asfalto para gritar exigiendo cambios. Mejores precios, menos costes y una norma de la cadena alimentaria que reduzca la brecha entre lo que ellos cobran y el resto pagamos. Todos entendemos que es de justicia, pero ni el mercado ni la ley lo contemplan así.

Vivir de la tierra era duro pero rentable. Ahora no. Ya no compensa. Y si no empezamos a darle valor al producto cercano y de calidad, no sólo en el precio, malamente vamos a conseguir salvarlo. Un mercado globalizado ofrece una respuesta más cómoda y barata en lo económico, no tanto en lo medio ambiental y social, y esas pueden ser claves del futuro. Sin descuidar la lección que nos está dejando la invasión de Ucrania, cuyo efecto indirecto ha provocado que los productores de piensos para el ganado sólo puedan asegurar el suministro de las próximas cinco semanas, y eso se traducirá en una escalada de precios.

El mundo del campo se nos muere y no encontramos un tratamiento que lo salve, sólo le recetamos paliativos para anestesiar y silenciar su agonía. Qué lo pregunten en los pueblos con tierras yermas y calles vacías, esas en las que el único bar superviviente añora las tertulias de antaño, en las que fanegas y celemines subían y bajaban entre chato y chato. Ahora queda el sonido del café con dominó que se permiten algunos jubilados y algún urbanita despistado que no deja de tomar cervezas por el placer de pagarlas a menos de un euro. Al menos, hasta que vuelvan a subir de precio, como las patatas.



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