El dilema de Kiev

 El dilema de Kiev


KIEV es un lugar de peregrinación desde el siglo XI. Por encima del Dniéper se concentran las cúpulas doradas de las iglesias ortodoxas y el Monasterio de la Cueva, con sus catacumbas y sus vestigios escitas. La última vez que atacaron ese casco histórico fue la Wehrmacht de Hitler. Desde entonces hasta ahora, aunque a trompicones, avanzamos hacia una sociedad internacional regulada y pacífica, educamos a varias generaciones en los valores de la tolerancia y el diálogo, sin los que la paz no es posible, y soñamos con un mundo seguro y próspero, en el que la mayor de las preocupaciones geopolíticas había pasado a ser el cambio climático. Baste decir que los alemanes habían invadido Mallorca sin siquiera tener que desenfundar un arma, sino creando a su paso riqueza y relaciones de amistad. Pues bien, Putin nos ha despertado de ese sueño con ademán más brusco, incluso, que la pandemia. Sin carantoñas, con un cubo de agua fría sobre nuestro adormilado bienestar. Mientras que Washington y Bruselas se empeñan en sanciones propias del siglo XXI, Putin nos devuelve sin remisión a la lógica del siglo XX, en la que el tamaño sí importa. Al este del Elba y el Danubio no se reza hoy por que las tropas rusas salgan de Ucrania, sino porque no pasen de allí. Porque en la Weltanschauung de Putin, su derecho de reconquista no se satisface con las llanuras de cereales ucranianas. Sus palabras textuales, la noche en que lanzaba la invasión, fueron que “a quienquiera que se ponga del lado de Ucrania e interfiera, le mostraremos nuestras armas como aún no ha visto nadie”. Él está listo para dar el siguiente paso, mientras nosotros ni siquiera somos capaces de imaginar lo que significa eso exactamente.

Pero la indefensión en la que nos encontramos no es culpa de nuestro desapego por las armas, ni fruto de nuestra afición por la existencia pacífica. No somos culpables de haber superado la adolescencia megalómana, ni de no tener escrúpulos frente a la pérdida de vidas humanas, ya sean amigas o enemigas. Tampoco creo que pueda culparse a una generación en edad de reclutamiento, que difícilmente puede pensar en otra medida contra Putin que enviar a los Avengers de Marvel. El hecho que marca la diferencia y establece nuestra indefensión es que Rusia es una potencia nuclear. De nada nos serviría haber seguido siendo pueblos belicosos, dispuestos a que los de siempre volviesen a morir por la libertad, porque no hace falta ser un ajedrecista experimentado para adelantar mentalmente unas cuantas jugadas y prever en qué terminará el enfrentamiento con Putin. En esa guerra nadie gana. Los clásicos nos instruyeron acerca del dilema de matar al tirano, pero cuando el tirano tiene a su alcance el botón rojo de la destrucción planetaria ese dilema cobra una nueva y aterradora dimensión. Y las opiniones se dividen entre quienes consideran que la OTAN debe demostrar cuanto antes que no es un tigre de papel, aun a riesgo de desatar la Tercera Guerra Mundial, y quienes se resignan y lamentan que no nos queda otra que acariciar la espalda de Putin, ir a Moscú a hablar con él y ganar tiempo. Esa es la disyuntiva que recorre a esta hora, como un escalofrío, el meridiano 20 Este. El editor de Novaya Gazeta, en Polonia, acaba de anunciar que comienza a imprimir su periódico en ruso y en ucraniano, con la esperanza de comenzar a recuperar el espacio público que Putin ha destruido como paso previo a la invasión, desmontar el main strem del kitsch ruso y disociar las críticas a Putin de la rusofobia, en la mentalidad moscovita. Es necesaria la resistencia a Putin desde dentro. También se necesita tiempo para desmontar una lógica de negocio que ha llevado a la pleitesía europea ante el capital ruso y chino. Pero nada de eso garantiza, por otra parte, un final feliz. Resulta endiabladamente complicado acertar para estar a la altura de la historia, pero eso no es óbice para rendirse. Lo único seguro es que Kiev está hoy mucho más cerca de nosotros de lo que aparece en el mapa.



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