Vamos mal

 Vamos mal


Hace unos días (29-XII-2021) el conocido analista Ignacio Varela sostenía que en España “polarización equivale a paralización” y, desde luego, no le falta razón, porque la polarización conduce inexorablemente a la imposibilidad de acuerdos entre la izquierda (que ha sido la inventora de la polarización) y la derecha democrática. Lo cual impide acuerdos tan elementales como la renovación del Consejo General de Poder Judicial.

En verdad, han pasado 42 meses desde la exaltación de Sánchez al poder y dos años desde su teatral abrazo con Iglesias, tras 24 horas de fatigosas negociaciones que diseñaron con precisión matemática el futuro de España.

El balance más obvio del experimento es que cualquiera de los gobiernos anteriores, desde los de Suárez a los de Rajoy pasando por los de González, Aznar y Zapatero, puede exhibir un caudal de reformas estructurales y transformaciones de la realidad mucho más abundante que la obra raquítica de Sánchez y compañía.

Varela recordaba lo que él había escrito en 2018. Lo tituló “Las diez cosas que Sánchez no hará en esta legislatura”. Las reformas (todas ellas prometidas mil veces a bombo y platillo) que ya entonces se adivinaban inviables: No habrá —decía Varela— ninguna reforma de la Constitución. Tampoco un nuevo sistema de financiación autonómica. No cambiará el régimen jurídico de Cataluña, ni la reforma laboral de Rajoy se sustituirá por otro marco de relaciones laborales y la lista podría continuar. En palabras textuales de Varela,

“El impulso reformista que, en una u otra dirección y con mayor o menor acierto, marcó la trayectoria de la democracia española desde su fundación, se ha quedado inane y seco por culpa de la ferocidad sectaria que ha convertido lo que Felipe González llama “el espacio público compartido” en un secarral irrespirable donde las plantas mueren antes de nacer y solo el azufre crece.

Nuestro marco constitucional es alérgico a la polarización y choca hoy frontalmente contra una clase dirigente que describe atinadamente Varela: “Es como si, en un campo de fútbol, ambos equipos decidieran por su cuenta ignorar la regla del fuera de juego, dar validez a los goles con la mano y autorizar patadas a discreción. Habría un balón (¿o no?), dos porterías y 22 individuos con camisetas de colores distintos, pero nadie en sus cabales llamaría fútbol a eso ni esperaría que saliera algo bueno de semejante carajal”.

En efecto, vamos muy mal.



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