Contribuyentes

 Contribuyentes


A menudo consideramos los grandes acontecimientos como fuente de la que emana la superación histórica, una extrapolación pseudotrascendente del “no hay mal que por bien no venga”. El presidente Sánchez, por ejemplo, aprecia la pandemia no como un freno, sino como un acelerador de la política que necesita España. Más que acelerar, yo diría que el coronavirus ha congelado un status quo gubernamental y político que no avanza y muy difícil de desatascar. No veo aceleración sino parálisis, una foto fija en la que la democracia ha quedado en suspensión. Baste decir que lleva desde ni me acuerdo en la Moncloa y todavía no ha convocado un solo Debate sobre el estado de la Nación, que debería celebrarse anualmente en el Congreso de los Diputados y a cuya última edición asistimos nada menos que en 2015. Y ahora sugiere que la desoladora tragedia ha servido de impulso, un calculador y frío balance, carente de empatía y sensibilidad que, aún en el caso de responder a la realidad y por respeto a las víctimas, jamás debería ser pronunciado en voz alta.

Yo en cambio siempre he sospechado que son los pequeños sucesos, los que aparecen como nota a pie de página de la historia o no son reconocidos más que en la categoría de anécdotas, los que nos pueden inspirar de forma más clarividente sobre las adecuadas respuestas al devenir de los hechos. Recordaba uno de esos episodios mientras hacía ayer el cálculo del sablazo que van a suponer las subidas de impuestos de matriculación, sociedades, autónomos y planes de pensiones, que, lejos de congelarse, estos sí que se impulsan, multiplican y caen como latigazos sobre nuestras espaldas mientras escalamos la ya de por sí empinada cuesta de enero.

Sucedió en Rosario, Argentina, en el invierno de 1909. Durante los cuatro años anteriores, el gobierno provincial había aplicado una serie de nuevos gravámenes a las actividades productivas como el quebracho, el tanino y la molienda, que suscitaron una fuerte resistencia y propiciaron un acuerdo entre los empresarios locales y el foco anarquista emergente para defender conjuntamente unos intereses comunes pisoteados, puesto que las consecuencias de la subida de impuestos afectaban a toda la comunidad. Desde el domingo 7 de febrero, tuvo lugar una huelga de contribuyentes que contó con el apoyo y adhesión de todo el arco industrial, incluida la Bolsa de Comercio del Rosario, así como del movimiento obrero que representaba la Federación Obrera Local Rosariana. El miércoles 10 renunció todo el Concejo, que no fue repuesto hasta junio, y quedaron rotos para siempre los resortes de un régimen oligárquico provincial obsoleto.

Ese concepto de huelga de contribuyentes me resulta tremendamente atractivo, en un contexto de desesperada indefensión en el que tanto Montoro como Montero, tanto monta monta tanto, cabalgan sobre el sufrido pagador de impuestos, sometido por una especie de tácito derecho de pernada. ¡Ya está bien! No llamo a la huelga porque creo en el poder del trabajo para mejorar la realidad, más que en el paro, pero contribuyentes somos todos y deberíamos al menos resistirnos. ¿Por qué nos resignamos? ¿Por qué no arden las redes sociales contra este nuevo atraco? ¿Por qué no nos organizamos en asociación, como en Suiza o en Alemania? ¿Por qué no inundamos de quejas el indolente Consejo para la Defensa del Contribuyente? Debería bastar con el sentido común: en medio de esta crisis, cargar a familias y empresas con mayor presión fiscal raya el masoquismo. Otros gobiernos europeos, de hecho, están anunciando rebajas de impuestos para abrir puertas a la recuperación y para contrarrestar las subidas de precios récord que está marcando el dato de la inflación. Y no me explico por qué los contribuyentes españoles no reaccionamos. Si hay algo que nos une, que nos hace a todos iguales en este país y que nos define todos los días de nuestra vida, y no solamente cada cuatro años, es nuestra condición de contribuyentes, de la que se abusa sin piedad.



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