¡Y me puse un aro de oro en la oreja!

 ¡Y me puse un aro de oro en la oreja!


EL silencio roto por un ruido sordo cuando los bloques de hielo caían sobre el mar, el viento casi permanente y penetrante que se acentuaba o reducía, dependiendo de donde soplase, y el olor penetrante de la pingüinera: estos son tres de los recuerdos que tengo en la memoria de mi viaje a la Antártida en 1998. Fue entre los últimos días de febrero y los primeros de marzo, a bordo del buque Hespérides. Y todos ellos me han venido a la mente al leer la información publicada en la GACETA el miércoles sobre la presencia de los militares salmantinos en la base Gabriel de Castilla, en la Isla Decepción. Me acuerdo del sonido de la sirena a bordo llamando a todos los tripulantes a ocupar sus puestos de combate, cuando íbamos a pasar por los Fuelles de Neptuno, que dan acceso a la bahía central de la citada isla. Se trata de un paso muy estrecho, a la vez que peligroso, por la poca profundidad y las rocas en el agua. De ahí que se tocase lo que supongo que sería “zafarrancho de combate”. Recuerdo los momentos de tensión previos y durante esa breve travesía por este punto, conteniendo la respiración. Luego, el desembarco en zodiac hasta la playa para recoger el material y preparar las instalaciones para la invernada antártica. También la visita a los pingüinos, con miles y miles de estos animales y el olor de sus excrementos.

Acabada la tarea en Isla Decepción, tocó desplazarse hasta la cercana Isla Livingston, donde se encuentra la base Juan Carlos I, para realizar la misma faena. Allí, fondeado el buque a una cierta distancia frente a las instalaciones, es donde escuché el ruido sordo de los bloques de hielo al chocar contra el agua del mar, rompiendo, como escribía al principio, el silencio reinante. En ambas islas me encontré sendos palos clavados en el suelo, de los que salían diversas flechas indicando los kilómetros hasta las diferentes ciudades de España, de las que procedían los militares y los científicos que habían protagonizado la campaña antártica. Cumplida la misión, tocaba el retorno y otra vez la travesía del Paso Drake. Se imponía volver al camarote y tumbarse para aguantar la embestida de las olas y el movimiento del buque. Según decían los más experimentados, no se dio mal, ni a la ida, ni a la vuelta. Eso que se han ahorrado hasta ahora los militares del Arroquia, aunque contemplada desde la lejanía en el tiempo es toda una experiencia. Como regalo de vuelta, “doblamos” el Cabo de Hornos, por lo que yo, uno de secano de Ávila, pude cumplir con la tradición marinera y ponerme un aro de oro en el lóbulo de la oreja. Como remate, la navegación por los canales fueguinos “en demanda de Punta Arenas”. Todo un viaje y una experiencia únicos. Bonitos recuerdos para un día de fin de año. ¡Feliz 2022!



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