Por una caña

 Por una caña


Es curioso cómo en aquellas comunidades en que simplemente entró en vigor la obligatoriedad de presentar el certificado de vacunación para poder entrar en bares o restaurantes (Aragón, Baleares, Cantabria, Cataluña, Galicia, Comunidad Valenciana, etc), de pronto el afán y el ansia por vacunarse, que venían experimentando durante los últimos meses un pequeño retroceso, ha vuelto a dispararse, y muy especialmente entre el personal más reacio a las agujas, llegando a tener que duplicar las correspondientes dosis para atender la nueva y sobrevenida demanda.

Es decir, lo que no habían conseguido todas las recomendaciones de los epidemiólogos, de los investigadores y expertos en vacunas, las correspondientes campañas publicitarias gubernamentales o autonómicas, o la simple observación de la evolución de las estadísticas de incidencia, de pronto lo consigue la extraordinaria amenaza de no poder entrar a tomarse una copa en nuestra disco preferida o una simple caña en el bar de la esquina. Como cantaban los Gabinete Caligari a mediados de los años ochenta: “Bares qué lugares tan gratos para conversar, no hay como el calor del amor en un bar”. Vaya si tenía razón Jaime Urrutia, mitad cantante castizo y mitad filósofo urbano, con aquel pelotazo de canción que por algo todavía sobrevive incluso en pandemia en todos los cuadernillos repartidos por las mesas de los karaokes.

Días atrás, Francisco Igea, con ese aire de experto en la materia que se le intuye tras la mascarilla, nos aseguraba que, en Castilla y León para acceder a este tipo de establecimientos, por el momento, no se necesitará presentar el certificado covid ya que a su propio comité de expertos no le parece que el mismo sea demasiado efectivo para prevenir contagios o que afecte mucho a la incidencia.

Evidentemente no dudo de que tenga razón, pero no sé si no sería adecuado pedirlo simplemente como estrategia sabiendo que aquí tenemos el más infalible método para desarmar toda la argumentación de la pusilánime tropa de antivacunas, miedosa y precavida ante los efectos secundarios de la inyección pero de pronto convencida de la necesidad de aceptar en su organismo la correspondiente dosis de “veneno” si a continuación sabe que podrá acercarse sin que nadie le detenga a cualquier barra y pedir tranquilamente un vinito con su ración de bravas.



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