Navidad sin símbolos

 Navidad sin símbolos


La Navidad ha comenzado a hacerse led en las calles, con sus símbolos cada vez más alejados del espíritu de la celebración cristiana. Todo son renos importados de Finlandia y papás noeles añosos, sonrientes, barbudos y barrigones que trepan parpadeantes por los balcones o se pasean en trineos de neón. Me sorprende que las peleonas ministras de la era Sánchez aún no hayan exigido un cambio de género para ellos y obligado a raparles la barba, inflarles el pecho o ensancharles las caderas. Pero todo llegará. Por ese empeño en la igualdad, en la paridad y en ir en contra de todo lo establecido. Por ese empeño de Sánchez en no llevar la contraria a los del equipo, para que no se sientan coaccionados y que cada uno lleve a la práctica sus disparates y fanfarrias, como le dé la real gana. Todo con tal de que él pueda seguir cruzando los cielos en falcon y celebrando sus sueños, a pata suelta y en el colchón monclovita. Todo con tal de hacer de las fiestas navideñas un maratón laico de luces, para deslumbrar a la ciudadanía y que esta no pueda ver la España que está detrás, desnortada, confundida, caótica y a oscuras. No, eso a Pedro Sánchez no le interesa. Porque míster ‘president’ sabe que para gobernar necesita un pueblo cada día más tonto, alucinado y ciego.

¡Que Santa Lucía, pues, nos conserve la vista! Precisamente hoy lunes se celebra a esta santa de Siracusa, patrona de los ciegos, y a ella elevo mi plegaria. Por si acaso funciona. El sanchismo no va a utilizar los métodos de martirio del emperador Diocleciano, pero está haciendo uso de otras tácticas para sacarnos los ojos de las órbitas y dejárnoslos en estado de pánico y pasmo. Paralelo al intervencionismo político que viene ejerciendo por las presiones de sus socios, existe un intervencionismo psicológico cuyas consecuencias ya están en la calle. Miedo, desencuentro, desconfianza, pesimismo, incertidumbre. Pocos son los que se atreven a mirar de frente esta forma totalitaria de hacer socialismo. Pocos los que osan aventurar un futuro posible ante las sombras que Sáncheztein ha tendido a nuestro alrededor. Nada que ver con aquel ayer socialista, de Carta Magna y de concordia, que hoy viene a mi memoria. Yo no había cumplido los veinte cuando Felipe González y Alfonso Guerra hicieron el signo de la victoria desde uno de los balcones del hotel Palace de Madrid. A poco más de un mes de que se encendiera la Navidad de 1982 y de que unos y otros se felicitaran las Pascuas, sin acritud o temor a respirar tiempos políticos nuevos. No hubo necesidad alguna de expropiar símbolos y, en Moncloa, el Niño Dios sonreía.



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