De cómo el Lazarillo cayó al río y fue salvado in extremis (II)

 De cómo el Lazarillo cayó al río y fue salvado in extremis (II)


Resolví acercarme a Tejares de madrugada por el lado norte del río, que algunos llaman de la Huerta Otea, porque los vecinos no me reconoscieran ni hicieran burlas de mi lamentable estado. Así que me fui acercando hasta el azud de la pesquera, lugar que me trajo alegres recuerdos de mi no lejana infancia, teniendo a la vista la entrañable estampa del molino donde dieron comienzo mis días y donde me imaginaba aún a mi hermanito mulato, a mi querida madre y a su amigo el negro, que ahora ya debía de ser albino por el mucho trajinar con la harina y con la molienda de la molinera, que no digo más por no suscitar malas murmuraciones.

(Ah, recuerdo cómo le dijo su padre Hideputa al niño, cuando este, señalándole, le llamó coco, al notar el diferente color de nuestras pieles, sin reparar en la suya. En la historia queda apuntado mi comentario: “¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!”)

Pero ahora mis ojos se desficieron en lágrimas al contemplar el fastuoso barrio de Tejares desde esta orilla del Tormes, viendo sus alfares y tejeras, sus huertas y eriales, su iglesia de hechura clásica con su clérigo no menos, su frontón de pelota ilustrado con leyendas y, en fin, sus opulentos mesones, donde sobresalen los de Las Germanas y el de micer Abilio. Todos bien abastados de vinos y de chanfainas, picadillos, morros rebozados y otros suculentos manjares que alimentan la vista tanto más que las tripas; y tan grande es su excelencia que algunos mal avisados comparan estos garitos con la famosa taberna de Los Patatas, en la vieja Soria, lo cual sin embargo es ya exageración notoria, al juicio de este autor. Pues no será por eso que algunos maledicentes repiten el dicho: “si vas por Tejares, ni te pares”.

Y no menor era mi solaz con la contemplación del río mismo y de sus riberas, por donde saltan los barbos, bullen los alburnos, se arrastran los cangrexos, acechan las ratas, cantan las avecillas y zumban las moscas y mosquitos por medio de las frondas de fresnos y chopos, cuyas ramas mueven auras puras y refrescantes. Contuve mis emociones y me acerqué a la pesquera cuando aún no amanecía, como digo, y entre las sombras oí ruidos y voces, como de gente que trabajara, y más adelante entreví a la orilla del río un grupo de paisanos que cargaban grandes pedruscos y sacos de arena, los cuales iban lanzando al agua uno detrás de otro, formando un muro en línea vertical con la orilla. Tan extraña faena me dio a pensar que eran condenados por la justicia, que así les castigaba a trabajos forçados por algún maleficio que hubieran fecho.

Y me confirmó ese barrunto el ver cómo de allí a poco aparecieron algunos alguaciles armados que por mandato del señor regidor, maese Juliano Lancipote, inquirieron qué clase de negocio se llevaban entre manos los que así castigaban las tranquilas aguas del Tormes, añadiendo que habían de llevárselos presos a todos o ponerles alguna multa si no daban razón de su conducta. Pero los vecinos alegaron que estaban reparando el muro de la pesquera, que el corregidor había mandado romper en mala hora, con gran quebranto para los cauces del río, pues el lecho había quedado a la vista, seco y sucio, en su parte izquierda o sur, con gran perjuicio para sus riberas y animales y para todos los vecinos de Tejares. Y que no habían de parar hasta tanto el muro fuera restituido y el paraje y el cauce vueltos a su estado anterior.

No convencieron estas razones –que a mi me parecieron de mucho fundamento– a los alguaciles, sino que siguieron porfiando con malos humos y amenazas, diciendo que, por orden del regidor, multarían y castigarían a cuantos osaran menoscabar su prepotencia, quiere decirse su autoridad, como así luego vino a acaecer, según me he enterado por la historia.

(Foto: lecho seco del Tormes tras la rotura de la pesquera)



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