De cómo el Lazarillo cayó al río y fue salvado in extremis (I)
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Pues sepan Vuesas Mercedes que mi historia no termina con todos los lances y escasas venturas que relata cierto escritor anónimo, sino que muchos otros episodios de mi vida fueron ahorrados al curioso lector para no fatigarle en demasía. Ahora, al final de mi vida, he resuelto completar mi historia verdadera. Aunque sigo sin tener hacienda, tiempo y experiencia no me faltan.
(Antes de seguir adelante diré que agora quieren los eruditos que no sea yo, o, mejor dicho, mi historia, La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, hija de autor anónimo, sino de aquél gran caballero de las armas y de las letras que fue don Diego Hurtado de Mendoza, que pasó su juventud en mi Salamanca embebecido en la dulce ciencia; otros dicen que mi autor fue el jerónimo fray Juan de Ortega, siendo estudiante en Salamanca, que, “como tenía un ingenio tan galán y fresco –escribe un hermano de su orden–, hizo aquel librillo que anda por ahí, llamado Lazarillo de Tormes, mostrando en un sujeto tan humilde la propiedad de la lengua castellana y el decoro de las personas que introduce con tan singular artificio y donaire…”. Otros me atribuyen a distintas plumas de otros tantos autores, siendo cosa de admirar que haya tenido tantos padres literarios quien en la vida real no tuvo ninguno cierto).
Y fue uno de tales episodios que quedaron en el tintero que estando yo aún con el caballero o escudero, tras haber sufrido con el ciego y el canónigo, mi hambre y miseria llegaron a ser tan grandes y duraderas, que pasaron al campo de la literatura como algo arquetípico o legendario, del mismo modo que la locura de Don Quijote o la rebelión de Fuenteovejuna. Por eso el vocablo lacería, que vale tanto como miseria y pobreza exterior, se deriva de mi propio nombre, pues estas fueron lema y resumen de mi atribulada vida. Y así lo afirma sin dudar el docto don Sebastián de Cobarruvias, canónigo racionero que fue de nuestra Catedral, quien en su Tesauro sostiene que el vocablo lacería se haya dicho de lázaro o mendigo y que lacerar las cosas es gastarlas o darlas con escaseza.
El caso fue que, como consecuencia de esa continua miseria, me atacó una no conocida plaga en mis cueros, que se inflamaron, llagaron e irritaron como si me hubiera caído encima una nube de avispas. Y así no podía parar tranquilo ni dormir, sino que ardía entre fiebres y estremecimientos, saltando cual gato en jaula o endemoniado. Viéndome en ese estado el caballero, más por interés que por compasión, pues de otro modo no podía servirse de mi, me dio el siguiente consejo:
– Has de saber, Lázaro, que para los males de la piel no hay cosa mejor que los baños prolongados en aguas movidas y cálidas, como dejó dicho el Dioscórides: “Morbum pellibus cum acquas tormesinas perfunctum est”, y por eso mismo es tan famosa la fuente de la virgen de la Salud, que sana y alivia cualquier mal corporal, a donde te aconsejo que acudas a tomar baños y a orearte, pues se halla vecina de tu barrio de Tejares y del famoso paraje de Buenos Aires. Aunque, viendo tu demacrado aspecto, casi mejor sería que comieras verdura y carnes ibéricas y bebieras buen vino como cristiano viejo.
– Buen remedio me das, bellaco, pensaba yo, que me tienes en cuaresma y ayuno permanentes y no me das ni un ochavo con que remediar mis carestías. Y bien veo que contigo se cumple el refrán de “consejos vendo…”, pues solo comes de mogollón y si te invitan.
Pero quise seguir su consejo, pues era gratis, lo mismo que el remedio, y decidí volver a Salamanca y a mi Tejares natal, por donde fluyen las alegres y salutíferas corrientes del Tormes, que solo con verlas se serena y repone el ánimo, cuanto más la salud de uno, que ha nacido en su seno, como el que dice.
(Continuará)
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