Cuentos de Emiliano Jiménez. Cintolo comprendió todo, pero no podía desobedecer al rey. Y emprendió la marcha a los Infiernos de Pedro Botero…

 Cuentos de Emiliano Jiménez. Cintolo comprendió todo, pero no podía desobedecer al rey. Y emprendió la marcha a los Infiernos de Pedro Botero…


 

En 1993 conocí a don Santos San Cristóbal, canónigo de la Catedral de Mondoñedo. Era un sacerdote de gran personalidad, cultísimo, inmensamente trabajador, entusiasta de todo lo que hacía, especialmente por su amada Catedral.

Al enterarme de que en su bibliografía figuraba una obra titulada «La Catorcena«, quise preguntarle si conocía el cuento sobre el personaje de tal nombre, que contaba mi padre y que yo había puesto en negro sobre blanco. He buscado por todas partes su origen, con resultado siempre negativo.

Me aclaró don Santos que su libro no tenía nada que ver con mi cuento paterno. La Catorcena es una tradicional procesión que se celebra en la ciudad de Segovia el primer domingo de septiembre desde el siglo XV, originada en desagravio a una profanación de la Sagrada Hostia. Se llama así porque la organizaban rotativamente las catorce viejas parroquias de la ciudad, de las que hoy han desaparecido seis, pero que han cedido su lugar a las restantes.

Al leer el cuento de mi padre me informó que no conocía ni su autor ni su origen pero que sabía uno que tenía con él algunos parecidos. Al ver mi interés me lo contó muy resumido.

No hace mucho encontré en una antología de cuentos populares gallegos uno, anónimo, que era muy próximo a lo dicho por don Santos.

Con estos ingredientes y algunas modificaciones, que considero pertinentes, me atrevo ahora a contarlo a mi modo, dedicándolo a la memoria de don Santos San Cristóbal Sebastián, fallecido el pasado año a la edad de 92, en su querido Mondoñedo.

AVENTURAS Y DESVENTURAS DE CINTOLO

El rey Clemenciano no tenía hijos pero sí un hermano, ambicioso de su corona. Un mal día, en una cacería, aquel buen rey cayó de su caballo y rompió el cuello. Y así subió al trono Remebundo, dotado de perversas cualidades.

Pero a poco, la reina viuda dejo ver que estaba esperando un hijo, que al nacer sería inmediatamente proclamado rey. Eso era algo que no podía admitir Remebundo y proclamó que se trataba del fruto de un adulterio, encerrándola en prisión. La reina viuda murió en el parto y el niño –que nació con una marca hereditaria de su padre– fue severamente vigilado y escondido hasta que un día, cansado de esperar, el rey usurpador ordenó que lo matasen secretamente. Pero el verdugo encargado de ello, misericordioso, le colocó en un cajón que dejó en un río esperando que Dios se apiadase de él y le concediese un nuevo padre.

Y así ocurrió que un molinero le encontró en un remanso y le ahijó, dándole el nombre de Cintolo.

Pasaron años de convulsos acontecimientos en aquel reino, mal gobernado y víctima de grandes tragedias naturales que nadie supo atajar: pestes, hambrunas, terremotos… Un día, en otra cacería, el caballo del rey se espantó y su jinete sufrió una mala rotura de una pierna, aplastada bajo el corcel. El molino era el único sitio cercano y allá le llevaron, inválido, donde fue muy bien atendido por Cintolo. Pero el rey vio, asombrado, que su cuidador tenía en el dorso de la mano izquierda una estrella, señal inequívoca de su origen principesco.

Preguntado hábilmente el molinero, llegó a confesar que, efectivamente, Cintolo no era su hijo y cómo y cuándo le había encontrado en el río.

Remebundo preguntó a Cintolo si podía llevar un mensaje a la corte y entregarlo directamente a la reina. Ante la respuesta afirmativa, escribió una carta en la que decía a su esposa que encerrase al portador de la carta en el calabozo más secreto,

Contento por el dinero que iba a ganar por el recado, salió Cintolo del molino con destino a la corte. Pero en vez de ir por el camino usual fue por un difícil atajo que atravesaba toda la cordillera.

En un oscuro atardecer se barruntaba una gran tormenta, que podía resultar peligrosísima en aquellas montañas fragosas. Pero afortunadamente Cintolo vio a lo lejos una lucecita que podía ser su oportuno refugio.

Resultó ser una sencilla cabaña en la que habitaba un solitario cazador, fugitivo por haber sido el montero del rey Clemenciano. Al ver la estrella en la mano de Cintolo no dudó un instante de su origen como el hijo de su antiguo rey.

Y al saber la misión que le llevaba por allí, presintiendo la mala intención de Remebundo, abrió la carta con cuidado, comprobándola.

Decidieron sustituir la misiva, imitando muy bien la letra del monarca, en la que ponderaba las cualidades de Cintolo y ordenaba a su esposa que le entregase en matrimonio a la princesa Brunilda.

Pasada la tormenta Cintolo reemprendió la marcha acompañado por el fiel montero, que le juró protección y vasallaje.

Llegados a la corte la reina leyó la carta y quedó prendada del buen hacer de aquel que, sin saberlo, era su sobrino, no poniendo ningún inconveniente al sorprendente deseo del rey. Y al poco tiempo Cintolo ya actuaba como un príncipe.

Y mientras tanto… ¿qué pasaba con el rey Remebundo? Pues que una vez curada su pierna, que le había tenido tan inmovilizado, se aficionó tanto a la molicie y a la buena vida de caza continua, que no quería saber nada de la corte ni de sus obligaciones, dejando que alguien, quien fuese, lo hiciese por él.

Y así, fue demorando la vuelta un día, y otro, y otro más… Y mientras, los asuntos del reino mejoraron notablemente, pues Cintolo tenía unas dotes excepcionales para el gobierno…

Pero un día Remebundo regresó y encontró a Cintolo, ya padre de un hermoso niño, ocupando interinamente su lugar. Podía haberse sentido satisfecho por la suerte que había tenido al encontrar un colaborador tan eficaz, pero era envidioso, además de taimado, y buscó la forma de desembarazarse del buen Cintolo.

Una mañana le dijo:

– «Mira, Cintolo, te ordeno que vayas a los Infiernos de Pedro Botero y me traigas tres pelos de su cabeza, necesarios para mantener la guerra que vamos a emprender contra nuestros vecinos. Con esos tres pelos seremos invencibles.

Cintolo comprendió todo, pero no podía desobedecer al rey. Y emprendió la marcha a los Infiernos de Pedro Botero…

 





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