Uff, aquel Siglo de Oro

 Uff, aquel Siglo de Oro


El Siglo de Oro salmantino comenzó cuando Cristóbal Colón encontró aquí, gracias al dominico Diego Deza, financiación para su viaje a las Indias. Convenció a la reina Isabel I, cuyo hijo, el príncipe Juan, andaba por nuestras calles, que mandó empedrar en 1497, siendo señor de Salamanca. Tras la famosa Casa de la Mancebía estaba también su nombre. Tienda de carne, diría Cervantes, que anduvo por aquí, seguro, como su bachiller Sansón Carrasco; Tomás Rodaja, Licenciado Vidriera, o el estudiante de la Cueva de Salamanca, vecina del huerto donde Calixto y Melibea tejían su amor por delirio del estudiante Fernando de Rojas, mientras Celestina remendaba virgos. Por alguna pupila suya alguno terminó en el hospital de Santa María la Blanca, citado por Lope de Vega en el “Bobo del Colegio”. En el de Oviedo estuvo el famoso cocinero salmantino Domingo Hernández Maceras, autor de un recetario ilustre en aquellos tiempos, que hubiese puesto a Lázaro los dientes largos. Aquel lazarillo nació entre el molino de Tejares y las tapias de los huertos jerónimos salmantinos, según Fray José de Sigüenza, historiador de la Orden de los Jerónimos, que, a la espalda de San Esteban, donde vivía Francisco de Vitoria y otros ilustres de la Escuela de Salamanca, levantaron un monasterio y después un colegio. Lejos del mundanal ruido, como le gustaba a Fray Luis de León. Un ruido al que contribuían los estudiantes, gente moza, antojadiza, arrojada, libre, aficionada, gastadora, discreta, diabólica y de humor, como reza una cita cervantina en una pared del Corrillo, donde antaño los vendedores estaban atentos al ataque de los pícaros hambrientos, sopistas, capigorrones… que habitaban nuestras calles.

El Siglo de Oro fue un siglo de hambres, por eso nació entonces la picaresca, tan vinculada a aquella Salamanca, por la que anduvo Marcos de Obregón, pícaro creado por Vicente Espinel, que también estuvo por estas calles, cosa que no hizo Quevedo, aunque se informó bien de ellas para su “Buscón”. Qué miedo pasó Teresa de Jesús en su primera noche salmantina, temiendo la broma de los estudiantes. Uno de ellos, Juan de Yepes, más conocido por fray Juan de la Cruz, terminaría por ser buen amigo y compañero de mística. Visiones. Como las de Botello de Moraes viendo el Tormes, de cuyas aguas Sebastián de Covarrubias, Lucio Marineo o Andrés Laguna dijeron maravillas. Quizá por eso tanto varón ilustre y alguna que otra mujer, como Luisa de Medrano o Beatriz Galindo. Ese Tormes que lloró a Góngora muerto, mientras Garcilaso de la Vega lo consideraba sacro: sacro, dulce y claro río. Seguro que habló del río más de una vez con el Gran Duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, el mejor general de su tiempo. Nadie como él dirigía los tercios que atemorizaron la Europa de entonces.

Dicen que el Siglo de Oro termina con Calderón de la Barca, estudiante y enjuiciado en Salamanca, a punto de excomunión. Cerca de su calle, junto a las Escuelas, paseó con frecuencia fray Gabriel Téllez, Tirso de Molina. Estaba por allí el Desafiadero, donde tantas vidas se perdieron, aunque otras se reparaban en el Hospital del Estudio. Por allí tuvo su casa Antonio de Nebrija, gramático y editor, al que tanto trabajo darían Alonso de Madrigal, El Tostado, o Francisco Sánchez de las Brozas, El Brocense… Me pregunto cómo van a metabolizar nuestros turistas el Siglo de Oro salmantino tan denso e intenso, tan presente en los libros y en las calles. Tendremos que esforzarnos mucho y con todo, reabrir el Hospital del Estudio, por si acaso.



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