Las encinas mueren de pie

 Las encinas mueren de pie


En la dehesa boyal de Espeja, rachada por el viento, ha muerto su encina centenaria. La que campea en su escudo y ha visto pasar numerosas generaciones de espejanos. Las fotos de LA GACETA de ayer, impresionan. Ver tronchados, quebrados de arriba abajo, sus quince metros de altura secular, conmueve. ¿Cuántas ovejas podrían sestear a su sombra? Hubo una en la provincia que podía cobijar un rebaño de mil merinas, y dar bellotas a cientos de cochinos de cebo. Los charros más ancianos recordarán encinas ejemplares hermosas como la de la Marquesa, la Mayorala, la de “Coquilla”, la que servía de atalaya para observar si llegaban las tropas francesas, la de “Zaratán” …Yo vivo emboscado, asilvestrado, en el unamuniano mar de encinas, “sobre el que tiende el cielo…su paz sin tedio”, y muy cerca de la “Lisarda”, que ignoramos cuantos siglos posee. También a la sombra de los pinos que plantara su abuela cuando nacieron mis dos hijos. Pero veo frecuentemente las que un Gallego salmantino sembró en “Aldeagallega” hace más de treinta años, y están hechas ya unas mozas. Han pasado de carrascas a matacanes, y a encinas nuevas. Larga vida.

Los espejanos, por no decir todos, se han quedado sin una antepasada formidable, arrancada por la fuerza de la naturaleza. Da lástima, por el amor a los árboles, que no lo han inventado los ecologistas de nuevo cuño. Es tan antiguo como la humanidad. Está ya en un pasaje inolvidable de “La odisea” de Homero. Cuando Laertes, su anciano padre, ciego, no reconoce a Ulises, que ha llegado por fin a Ítaca, y súbitamente descubre que es su verdadero hijo, que creyó perdido, cuando enumera los perales, higueras, manzanos, del huerto familiar. Treinta siglos más tarde, Unamuno haría de nuestras encinas una metáfora esencial de su pensamiento, como defendió en un ensayo magistral Luciano González Egido (“La encina grave/ de hoja oscura y perenne/ que siente inmoble/ la caricia del aire”); un anciano portugués se despide de la vida abrazando uno por uno sus árboles, como relató conmovedoramente un nieto, el premio Nobel José Saramago; y nuestro Olegario González de Cardedal, compuso un formidable “Elogio de la encina” – editorialmente agotado -, que mi padre, en sus últimos años, releía, subrayaba y anotaba escolios.

No olvidemos su belleza. “Cada encina es una escultura”, decía Venancio Blanco, que había crecido bajo las de “Carrascalino”, entre Matilla de los Caños y Robliza. Lo sostenía con la solemnidad de un viejo patriarca, con la certidumbre del gran escultor. Ya he contado seguramente el privilegio de haberle paseado entre las de “La Celestina”, en Buenamadre, ver sus ojos cansados iluminarse con algún ejemplar especialmente escultórico, que señalaba asombrado. Raúl de Tapia fue más lejos, bautizando a los veteranos árboles “catedrales vivas”, calificación honorífica que, por cierto, merece entre nosotros la catedralicia morera de San Pelayo de Guareña (aseguran los entendidos que la más anciana de España).

Sin embargo, como seres vivos, también los árboles envejecen y mueren. Mi título de hoy es tomado de “Los árboles mueren de pie”, la conocida obra teatral de Alejandro Casona. “Deme Dios el vigor de la encina selvática/ que huracanes respira en su copa robusta”, pedía Unamuno al Señor, pero les atribuía una excesiva fortaleza que no poseen. La mejor prueba es la encina de Espeja, que no ha aguantado el viento huracanado. Eso sí, mueren de pie, gallarda, altivamente, como el olmo viejo de Machado, aquel hendido por el rayo, y en el caso de nuestro Quercus, como se especula en el mismo poema, “descuajada por un torbellino… tronchada por el soplo de las sierras”.

Al olmo machadiano, con las lluvias de abril algunas hojas verdes le salieron. No sucederá eso en la dehesa boyal de Espeja, aunque dicen que aún queda algún romántico que busca bajo los troncos de las encinas de “Coquilla”, el “te adoro” que enterró aquella ganadera salmantina – con divisa verde y oro -, que, como la princesa Mafalda, enterrada en nuestra vieja Catedral, “finó por casar”. No. La matriarca del encinar espejano ha muerto violentamente. Pero de pie.

Si la muerte de un ejemplar tan emblemático, produce desolación, es muy superior, sin comparación, la que provoca ese venerable nonagenario (retratado ayer en la página 5 de este diario), que manifiesta que tras setenta años de convivencia, “perdí al amor de mi vida por el virus”. El aguarda, ¡al fin! la prometida dosis, que no llegó a disfrutar su esposa, ni tantos otros viejos “árboles”, esa legión de ancianos tragados por las sucesivas olas de un sunami, arrancados brutalmente de sus raíces por un huracán impetuoso llamado coronavirus, cómplice de algunos responsables públicos que lo gestionan negligentemente.



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