Las colas de la esperanza

 Las colas de la esperanza


Resulta que hemos asumido un estilo de vida tan insano que depende de los cafés para aguantar el ritmo y de los ansiolíticos para calmar luego la angustia. Comemos a diario alimentos paupérrimos, de los que se ha advertido que son potencialmente cancerígenos. Bebemos alcohol con la naturalidad del que mastica un chicle y, para colmo, el número de fumadores ha vuelto a aumentar en los últimos años. Cuando vamos a la playa también hacemos nuestro peculiar balance de riesgo-beneficio: en un lado de la balanza está un posible cáncer de piel. Por el otro lado, estar morenitos durante una semana. Analizamos los datos y… ¡a tostarse!

Llevamos una vida poco saludable y no parece preocuparnos demasiado. Pero cuando nos dicen que la única solución a la actual pandemia es recibir una vacuna en la que hay un 0,0001% de riesgo de sufrir un trombo… ¡Ay amigo! Por ahí no pasamos, que con la salud no se juega.

Esta semana leíamos una entrevista al investigador Vicente Lárraga en la que denuncia que la gente se ha habituado tanto a consumir fármacos altamente peligrosos “que ya solo les falta mojar pan”.

Uno ya no sabe si es una cuestión de preferencias o de desinformación. Si a una persona le merece más la pena correr el riesgo de tomar Viagra -fabricada por Pfizer, por cierto-, que tiene unas contraindicaciones brutales, en lugar de vacunarse contra la covid es como para plantearse qué estamos haciendo mal.

Los medios recurrimos a comparativas que sean muy ilustrativas para intentar concienciar a la población. Les decimos que tienen más posibilidad de ganar el Gordo de Navidad que de sufrir un trombo. Que por cada diez personas que sufran un trombo a causa de la vacuna de AstraZeneca habrá un millón de hospitalizados por una infección grave con covid. O peor: que existe la misma probabilidad de que diez personas sufran un trombo tras recibir la vacuna que de lamentar 23.000 fallecidos a causa del virus.

Lo que ya parece claro es que en la carrera por crear vacunas se ha invertido la lógica. Lo normal habría sido que las vacunas que más prisa se han dado fueran las menos efectivas, y que las que han sido diseñadas con más calma resultaran ser las ‘mejores’, pero ha sucedido al revés. Partiendo de que toda vacuna aprobada es buena, la primera en llegar (Pfizer) se ha llevado la palma. La segunda (Moderna) es un poquito menos efectiva y así sucesivamente con las siguientes.

Estas diferencias dan pie a los recelos y a querer escoger pero aún así hay esperanza. A pesar del tremendismo y de los miedos –los infundados y los que sí tienen sentido- la gente se sigue vacunando. Los salmantinos dicen sí a la vacuna. Lo hacen formando parte de una enorme cola que empieza en el Sánchez Paraíso y que si se colocara totalmente recta –en lugar de serpentear- llegaría al frontón del parque de Würzburg. ¿Es incómodo? Sí, y más para un anciano, pero en la cola no se oyen quejas. Es lo que más me ha llamado la atención desde que Salamanca estrenó la vacunación masiva: el ambiente alrededor del ‘vacunódromo’ es casi festivo. A la entrada se palpan ilusión y ansias, como el que hace cola para ver un concierto. A la salida suena a celebración. Los hijos que han acompañado a sus padres les felicitan, como si acabaran de completar una maratón. Pero no se quejan de las colas. A los únicos a los que he oído poner pegas es a los que se dedican a eso: a los políticos. Capaces de decir una cosa y la contraria, sobre todo cuando no gobiernan.

Los autonomías Populares le reprochan al Gobierno que se dé mucha más prisa con el suministro de vacunas, aunque saben que el Gobierno poco puede hacer al respecto. Los alcaldes y concejales socialistas responden hablando de caótica vacunación masiva y sugieren ir de consultorio en consultorio o, incluso, de casa en casa, para vacunar a los mayores sin que tengan que hacer cola. ¡De casa en casa! ¿Por qué no? Teniendo en cuenta que cada vial tiene seis dosis y que hay que pincharlas en un plazo de pocas horas, puede que en septiembre u octubre tuviéramos vacunados a todos los mayores de 70 años que aún sigan vivos. Pero cómodamente y sin colas, eso sí.

Cuando la confusión actual es tan peligrosa, lo mayor ayuda que podrían apotar algunos es su silencio.



Fuente de la noticia: Pulsa para ver la noticia en el periódico que ha sido publicada.

(Salamanca Realidad Actual es un lector de noticias FEED que unifica las noticias de diferentes periódicos sobre Salamanca. No hemos redactado ninguna de las noticias aquí publicadas y la totalidad de el copyright de esta noticia pertenece a: www.lagacetadesalamanca.es y ).

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Resulta que hemos asumido un estilo de vida tan insano que depende de los cafés para aguantar el ritmo y de los ansiolíticos para calmar luego la angustia. Comemos a diario alimentos paupérrimos, de los que se ha advertido que son potencialmente cancerígenos. Bebemos alcohol con la naturalidad del que mastica un chicle y, para colmo, el número de fumadores ha vuelto a aumentar en los últimos años. Cuando vamos a la playa también hacemos nuestro peculiar balance de riesgo-beneficio: en un lado de la balanza está un posible cáncer de piel. Por el otro lado, estar morenitos durante una semana. Analizamos los datos y… ¡a tostarse!

Llevamos una vida poco saludable y no parece preocuparnos demasiado. Pero cuando nos dicen que la única solución a la actual pandemia es recibir una vacuna en la que hay un 0,0001% de riesgo de sufrir un trombo… ¡Ay amigo! Por ahí no pasamos, que con la salud no se juega.

Esta semana leíamos una entrevista al investigador Vicente Lárraga en la que denuncia que la gente se ha habituado tanto a consumir fármacos altamente peligrosos “que ya solo les falta mojar pan”.

Uno ya no sabe si es una cuestión de preferencias o de desinformación. Si a una persona le merece más la pena correr el riesgo de tomar Viagra -fabricada por Pfizer, por cierto-, que tiene unas contraindicaciones brutales, en lugar de vacunarse contra la covid es como para plantearse qué estamos haciendo mal.

Los medios recurrimos a comparativas que sean muy ilustrativas para intentar concienciar a la población. Les decimos que tienen más posibilidad de ganar el Gordo de Navidad que de sufrir un trombo. Que por cada diez personas que sufran un trombo a causa de la vacuna de AstraZeneca habrá un millón de hospitalizados por una infección grave con covid. O peor: que existe la misma probabilidad de que diez personas sufran un trombo tras recibir la vacuna que de lamentar 23.000 fallecidos a causa del virus.

Lo que ya parece claro es que en la carrera por crear vacunas se ha invertido la lógica. Lo normal habría sido que las vacunas que más prisa se han dado fueran las menos efectivas, y que las que han sido diseñadas con más calma resultaran ser las ‘mejores’, pero ha sucedido al revés. Partiendo de que toda vacuna aprobada es buena, la primera en llegar (Pfizer) se ha llevado la palma. La segunda (Moderna) es un poquito menos efectiva y así sucesivamente con las siguientes.

Estas diferencias dan pie a los recelos y a querer escoger pero aún así hay esperanza. A pesar del tremendismo y de los miedos –los infundados y los que sí tienen sentido- la gente se sigue vacunando. Los salmantinos dicen sí a la vacuna. Lo hacen formando parte de una enorme cola que empieza en el Sánchez Paraíso y que si se colocara totalmente recta –en lugar de serpentear- llegaría al frontón del parque de Würzburg. ¿Es incómodo? Sí, y más para un anciano, pero en la cola no se oyen quejas. Es lo que más me ha llamado la atención desde que Salamanca estrenó la vacunación masiva: el ambiente alrededor del ‘vacunódromo’ es casi festivo. A la entrada se palpan ilusión y ansias, como el que hace cola para ver un concierto. A la salida suena a celebración. Los hijos que han acompañado a sus padres les felicitan, como si acabaran de completar una maratón. Pero no se quejan de las colas. A los únicos a los que he oído poner pegas es a los que se dedican a eso: a los políticos. Capaces de decir una cosa y la contraria, sobre todo cuando no gobiernan.

Los autonomías Populares le reprochan al Gobierno que se dé mucha más prisa con el suministro de vacunas, aunque saben que el Gobierno poco puede hacer al respecto. Los alcaldes y concejales socialistas responden hablando de caótica vacunación masiva y sugieren ir de consultorio en consultorio o, incluso, de casa en casa, para vacunar a los mayores sin que tengan que hacer cola. ¡De casa en casa! ¿Por qué no? Teniendo en cuenta que cada vial tiene seis dosis y que hay que pincharlas en un plazo de pocas horas, puede que en septiembre u octubre tuviéramos vacunados a todos los mayores de 70 años que aún sigan vivos. Pero cómodamente y sin colas, eso sí.

Cuando la confusión actual es tan peligrosa, lo mayor ayuda que podrían apotar algunos es su silencio.



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