Surgimiento

 Surgimiento


Ya nadie discute que la invasión rusa de Ucrania ha supuesto un revulsivo regenerador para la UE, proyecto que ha demostrado ser capaz de crecer solamente con el abono de las grandes crisis y que en pocas semanas se ha entregado a una metamorfosis inversa a la de Kafka. De cucaracha a ser consciente, en términos de defensa, solidaridad y pies en el suelo. De la noche a la mañana, Europa ha relegado sus lícitos objetivos de protección del clima a un sensato segundo plano para centrarse en evitar un colapso más próximo en el tiempo. Un país como Alemania, enfermizamente ecopacifista, que seguía vendiendo armas a medio mundo pero consideraba de mal gusto armar a su propio ejército, está reculando en dirección contraria a su doble moral. Hasta el partido de Los Verdes alemanes reconoce ahora que, aunque es un hecho que seguimos sin saber qué hacer con los residuos nucleares y que la energía atómica entraña serios riesgos, prescindir del sector sin todavía contar con energía de sustitución es una temeridad. Suiza, ese paraíso fiscal levantado sobre el pilar del encogimiento de hombres ante el sufrimiento ajeno, ha renunciado a su sacrosanto blindaje bancario para permitir bloquear las fortunas rusas en su territorio. Los países del grupo de Visegrado, verdadero dolor de muelas europeo durante la última década por sus inmisericordes posturas sobre gestión de refugiados, han abierto sus fronteras de par en par para acoger con gran generosidad a los ucranianos que huyen, sin siquiera pedirles pasaporte, visado o certificado de vacunación. Incluso la psicosis de la pandemia ha retrocedido. Y el Banco Central Europeo, inmerso en la vorágine de la impresión de billetes desde hace varias crisis y entregado a la compra de la deuda de instituciones y empresas europeas, una especie de incesto financiero que acaba siempre con la degeneración de la descendencia crediticia, ha comenzado a retirar estímulos, que no son otra cosa que la respiración artificial que mantenía postrada a una economía fofa y débil, incapaz de hacer frente al reto de la actividad y abandonada a la subvención, que fagocita la iniciativa. Toda esta Europa es otra. Y muy posiblemente es una Europa mejor, aunque eso solo lo sabremos con seguridad con el tiempo. En la cumbre de Versalles no hemos visto a la Europa de los mercaderes, sino algo más parecido al surgimiento de una nación, como aquella larguísima película muda de D.W. Griffith, tan efectista y melodramática como la versión de 2016 de Nate Parker, que relata cómo un pueblo nace en el preciso momento en que es consciente de la esclavitud y se encamina hacia la libertad. Algo más prosaico pero igualmente histórico, el documento final de Versalles consagra la “soberanía europea” en materia militar, industrial y energética, para dar los primeros pasos hacia la independencia geoestratégica en estos sectores. España queda fuera del liderazgo de este movimiento por la hipoteca de extrema izquierda del gobierno de Madrid, pero se beneficiará igualmente del resultado. Dios aprieta, pero no ahoga. Pero a pesar de este paso trascendente, los líderes europeos coinciden en que la esclavitud más decisiva para salir con vida de esta guerra no es la nuestra, sino la del pueblo ruso. Con el botón nuclear al alcance del dedo de Putin, solo queda la baza de una guerra de desgaste hasta la poco probable insumisión interna. De los oligarcas o incluso del pueblo ruso. Lo que nos lleva a la pregunta sobre por qué los pueblos se someten a las órdenes injustas de sus gobiernos, que Murray Rothbard consideró el problema central de la filosofía política. No basta el uso de la fuerza o la propaganda, es necesario cierto grado de seguimiento voluntario, ese misterioso impulso que llevó a los romanos a llorar la muerte de Nerón sin el que al parecer no podrá ponerse fin a esta guerra.



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