Memorias y centenarios

 Memorias y centenarios


LLEVAMOS tres semanas del nuevo año y ya reverdecen los viejos demonios de la gresca política. Motivos no faltan, desde los ambientes crispados propios de todo periodo preelectoral -siempre estamos en periodo preelectoral- hasta las meteduras de pata de algún que otro zampabollos que ejerce de ministro sin saber muy bien por qué. Convendrán conmigo en que de esos hay más de uno (y de una) en el Gobierno. Personajes mostrencos a los que en mi pueblo hubieran tildado de calabuernos, término alusivo a alguien zopenco, zote, lerdo, poco avisado intelectualmente o chapucero en su comportamiento. Pero que en nuestra sociedad gozan de privilegios, salarios y gabelas, haciendo bueno aquello de Montaigne de que no hay mayor disciplina que la de los soldados mercenarios.

En este año recién estrenado se cumplen varios centenarios que acaso convenga recordar. Por ejemplo, cuando en 1922 aún estaba nuestro continente sumido en los duelos de la Primera Guerra Mundial y saliendo de la llamada gripe española -ahora la hemos cambiado por Covid-19-, la sensación generalizada era de ruptura con el pasado, de inicio de una nueva etapa histórica. Europa había quedado prácticamente arrasada, devastada, ruina y desolación por doquier, sin un asidero anímico al que agarrarse. Parecía clamar por una nueva redención, una renovación espiritual que cauterizara las viejas heridas aún sangrantes. Así nos lo presentó T. S. Eliot en un poema ya clásico, La tierra baldía, publicado ese mismo año. Un año antes, en el caso concreto de España, Ortega y Gasset en su España invertebrada había señalado la crisis social y política, y advertía sobre los peligros de lo que él denominaba “particularismos”, es decir, los separatismos catalán y vasco. Nada ha cambiado en cien años, salvo la cruel estrategia del terrorismo etarra. Y hablando de crímenes y criminales, 1922 vio cómo Mussolini ascendía al poder y Stalin a la secretaría del Partido Comunista, paso previo a purgas, deportaciones y asesinatos.

En 1922 nació Saramago, y Spengler anunció los estertores de la cultura occidental tal como era conocida. En enero iniciaba Kafka la escritura de El castillo, donde pone frente al espejo las contradicciones de una sociedad ridículamente absurda, plena de esterilidades y mentiras. La BBC inició sus emisiones y, siguiendo en el plano literario, también se cumple este año el centenario de uno de los libros más universales: el Ulises, de James Joyce, obra tan celebrada como poco leída, dado que exige algo de esfuerzo y una pizca de erudición, en la que su autor nos presenta el anodino heroísmo de la vida cotidiana, la experiencia común en el Dublín de la parálisis y la atonía de una sociedad anquilosada. Pero se trataba de la Irlanda de entonces, no de la España de ahora, claro.



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