Lo último que se pierde

 Lo último que se pierde


El mito clásico narra que, al abrirse la caja de Pandora, realmente el ánfora de Pandora, salieron en desbandada todos los males e hicieron caer a una humanidad que había importunado a los dioses, y que cuando la primera mujer logró frenar tal hemorragia y tapar el ánfora dentro sólo quedaba la esperanza. Lo último que se pierde. A tientas es como avanzaba el mito hacia la Verdad, de la oscuridad en camino hacia la luz que le haría reconocer, al fin, en el tesoro conservado en el ánfora realmente un áncora, un ancla, “el ancla del alma, segura y firme”, como se la define bellamente en la carta a los Hebreos. La esperanza cristiana que permanece, que nunca se llega a perder, que nos alimenta sin excepción a todos los hijos de Eva.

No por casualidad, justamente a una semana de la Navidad, se nos invita a celebrar la esperanza. En esta fecha volvemos la mirada hacia ese rito hispano que contempla a María esperando el parto de Quien da fundamento a la esperanza, de modo que en pleno adviento se venere el momento crucial de la Historia, el de la Encarnación de Cristo en el seno de María. Herederos de la hispana tradición, en muchos lugares se hace fiesta hoy en honor de Nuestra Señora de la Esperanza, encinta a veces, dolorosa otras porque en la Pasión no dejó de esperar.

Resulta complicado poner palabras a una virtud propia de Dios, la esperanza, o a un asidero, anhelo, actitud ante la vida, como quizá la intentarían definir quienes no la reconocen todavía como don divino. Aunque aquí no los pueda traer como ejemplo, ni siquiera dar muchas pistas, a la esperanza le pongo cada día rostros de enfermos. Muchos no verbalizan tampoco lo que piensan o sienten ante su próximo tránsito, pero desprenden la paz de un alma bien anclada. Otros luchan, se aferran, superan los obstáculos, asumen los padecimientos y vuelven a intentarlo. Son testigos en sus propias carnes de admirable esperanza. También se la leo, muy singularmente, a las madres que gestan, a las familias que buscan ampliarse, a los niños que crecen, a los que se esfuerzan en una rehabilitación o se afanan en un objetivo para mejorar su salud. Esa esperanza que no se cuantifica, que tanto nos enseña, de la que aprendemos los profesionales sanitarios de nuestros pacientes, nunca es pérdida.

La esperanza de los enfermos es una esperanza vital que hace el mundo un lugar más habitable. No es fantasiosa, ni superficial, ni falsa. Su esperanza es aquello que no hace falta decir cuando parece que está todo dicho. Y también el gesto que inicia y despide el breve o prolongado encuentro. Y lo que viene después de atravesar la penumbra de un acceso de dolor, de una maniobra molesta o de una mala noticia. La esperanza vuelve a empezar, como un cero del que parte la vida nueva, la promesa futura, la razón para seguir esperando. Es grande e infinita porque viene de lo alto, pero aquí en lo bajo, en la fragilidad de la consulta, en la debilidad de la cama del hospital o de la casa, pide ayuda a la confianza, que solamente se puede construir en las cercanías, tocando, mirando a los ojos, en presencia real que es como se ejerce la Medicina.

La verde esperanza, como un manto de maternidad y de ternura, nos arropa cada 18 de diciembre para hacer en la mejor compañía el último trecho hasta la Nochebuena, cuando la esperanza nacerá de nuevo y antes habrá llamado, una vez más, en las puertas de todas las posadas. Bebámosla por anticipado en los versos de Lorca, en su Canto de la miel, y abramos: ¡Oh! Divino licor de la esperanza, / donde a la perfección del equilibrio / llegan alma y materia en unidad / como en la hostia cuerpo y luz de Cristo.

En la imagen, “Alegoría de la esperanza”, de Giuseppe Bartolomeo Chiari.



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