La demanda de reconocimiento (II)
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Vivimos tiempos en los que las heridas sociales que se producen en el rifirrafe de la vida tienen que ser paliadas en un clima ríspido definido por el individualismo y el egotismo que diseñan los patrones a seguir. Por un lado, hay un rosario de expectativas defraudadas ante las que es indiferente que en muy pocas ocasiones se asuma la culpa de las fantasías pergeñadas y en las más se responsabilice al otro, al entorno, al infortunio. Tampoco es más favorable la gama variada de promesas incumplidas que se registra como aquellas altisonantes pronunciadas en la tribuna pública o las que se intercambian íntimamente en la quietud de la alcoba. Sobre ese galimatías planean unas condiciones de existencia reales que se miden obsesivamente y que tienen como resultado miseria, injusticia y desigualdad. La consecuencia de ello es sabida: una profunda decepción alentadora de una sensación crispada que lleva el marchamo del vacío. La antesala de la desconfianza, del desdén y de la confusión.
La vieja práctica del linchamiento, término moderno que suavizó el de lapidación, sigue siendo la antitética réplica a quienes buscan reconocimiento y reciben el oprobio, cuando no la violencia, por respuesta. Si bien hay países donde hay una cierta institucionalización de ese tipo de ejecución bárbara, en nuestros pagos su uso es más errático, aunque continúa estando vigente. Su práctica se centra básicamente en el terreno sexual. Los perpetradores son machos que, posesos de un sentir identitario excluyente y auto concebido como superior -de ahí su supremacismo-, agreden, violan y matan. Concitan un sentido de identidad grupal, manadas, en los que un tipo de reconocimiento espurio ejerce una poderosa labor de integración. Entre muchos otros, Stanley Kubrick, captó el fenómeno y trasladó en imágenes demoledoras en La naranja mecánica el texto de Anthony Burgess. La violencia del grupo de los “drugos” contra la mujer, el marido y el indigente es la expresión máxima de exclusión.
La agresión es antónima a la tolerancia que constituye el cimiento sobre el que se yergue el reconocimiento; además, el uso de la violencia que desprende el fanatismo hace mella en aspectos cotidianos dibujando límites de clara segregación. Esta situación se vive diariamente en el ámbito religioso de manera explícita en Arabia Saudí, China, Irán, Israel, Myanmar, entre muchos otros países. En el terreno sexual su práctica es más difusa, pero está más generalizada ya que se encuentra en diferentes estratos de prácticamente todas las sociedades, si bien, ciertamente, hay países en los que se encuentra institucionalizada de diferentes formas. Si el reconocimiento a la libre conciencia ha abierto desde hace mucho tiempo las puertas a la libertad religiosa, el relativo a la identidad sexual individual siguiendo pautas de igualdad no binarias ni permanentes avanza muy lentamente. El asesinato en Galicia por una turba enarbolando el grito de “¡maricón”! es la evidencia de lo que se vive aquí, aunque no debe ignorarse lo mucho que se ha avanzado al reconocer la diferencia y la propia libertad sexual.
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