Gláucio

 Gláucio

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Gláucio Soares con Rachel Meneguello y Eli Diniz en el patio de la Torre de Abrantes, entonces sede del Instituto de Iberoamérica de la USAL, el 24.09.05

La vida académica permite encontrar en su andadura a colegas muy diferentes, protagonizar situaciones variopintas que a veces son pura sociabilidad y competir por determinadas posiciones que suponen un teórico mayor prestigio o la ansiada estabilidad. Ello se da en un escenario que muchas veces no cambia de sitio, pero en otras ocasiones se desplaza entre lugares, y también países, distintos. Para todo eso, la carrera es el término usado que define lo que acontece con mayor precisión. Un lapso que puede durar una existencia y que cuenta con itinerarios muy diversos. Además, se trata de un largo periodo que puede estar minado de dificultades o de trampas, ser terreno para la competencia feroz con uno mismo o con los otros, topar con adversidades incontroladas como son las hostilidades políticas o las precariedades económicas. Pero también puede ser lo contrario, quizá dependa de la suerte o de las personas que topes en el camino. Yo he sido afortunado.

Tengo constancia de que empecé a tratar a Gláucio Ary Dillon Soares en julio de 2002, pero quizá nos habíamos encontrado antes en algún congreso o en seminarios de la disciplina. Ignoraba mucho de su pasado hasta aquella fecha, sabía difusamente de su prestigio y que había regresado a Brasil tras una larga estancia en Estados Unidos y en México donde enseñó tras dejar el país por la dictadura militar que lo ensombrecía desde 1964. No es que para mí todo aquello fuera rancio, simplemente Gláucio nunca lo refería. Aunque era alguien al que yo ingenuamente veía mayor – cuando lo conocí tenía la edad que tengo hoy-, sus ojos lúcidos y el lenguaje de sus manos se proyectaban en dos facetas.

En lo académico tenía una visión de la disciplina en la que prevalecía el rigor metodológico y la preocupación por contar con datos, cuanto más numerosos y relevantes mejor, sin que ello lo situara en contra de posiciones cualitativas; también tenía una vocación regional que le hacía visionar la necesidad de plantear un espacio de conocimiento, pero asimismo de actuación, común en el ámbito latinoamericano. Su exquisito manejo del español facilitaba enormemente esa inspiración. Por ello su aliento, primero, y luego su dedicación y compromiso fueron fundamentales para la puesta en marcha, y luego consolidación, de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política que inició su andadura en Salamanca aquel año en que coincidimos.

Pero es la faceta humana la que cobra ahora mayor relevancia. La vida de Gláucio es una escuela que permanece abierta invitando a todo el mundo al aprendizaje gracias a su bonhomía, humildad, solidaridad y capacidad de sacrificio. Preñado de una inteligencia brillante, no dudaba en ayudar a quien le pedía amparo sin alharaca y empatizaba de inmediato con quien sufría poniéndose anónimamente a su servicio para transmitir su propia experiencia a la hora de superar el cáncer que había padecido generando algo cualitativamente superior al consuelo.

Gláucio nació el 24 de julio de 1934 en Rio de Janeiro donde murió el pasado 14 de junio.

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