En la mente del criminal

 En la mente del criminal


Existe un puñado de actores que sin haber asistido a escuelas de arte dramático, sin arrastrar un pesado bagaje de actuaciones entre bambalinas, tienen un don natural para interpretar, de manera magistral, a los personajes a los que dan vida.

En la narrativa pasa algo parecido.

Hace unos cinco años me empeñé en escribir una novela negra que fuera demencial. Quería alcanzar esa cima literaria que aún no se había escrito. Me esforcé, pero no surgía la gran idea. Al final, cansado, descarté trabajar sobre ello pues me parecía una pérdida de tiempo. Decidí archivar ese proyecto en un plano secundario del pensamiento. Un día, cuando Dios quiso, por arte de magia, surgió la novela. No puede ser, me dije al formular el esquema. Todo encajaba. Era una idea fantástica, como tirar al aire un rompecabezas de cien mil piezas que encajase al caer. Después resultó finalista del Premio Planeta. Pronto podrán leerla.

Como hago con todas mis obras, antes de redactarla, me documenté. Leí todo lo que existe sobre los más truculentos crímenes de los últimos cien años. Leí sobre el secuestro del hijo de Lindbergh; indagué a cerca de los detalles de la matanza de Breivik y del infierno de Junko Furuta; investigué los perfiles psiquiátricos de Ted Bundy, Josef Fritzl, Armin Meiwes, José Bretón, Rosario Porto o Ana Julia Quezada y así hasta que logré meterme en la mente de un asesino.

Cuando vi el fondo de ese pozo, y me salpiqué de la negrura que flota en sus ponzoñosas aguas, saqué varias conclusiones. La primera es que intentar racionalizar actos tan siniestros es sólo el anhelo de las mentes cuerdas de encontrar una respuesta para algo que, simplemente, no tiene. La segunda es que sucesos tan macabros, como el perpetrado recientemente por José Gimeno, son un trago de absoluta maldad, destilada gota a gota en el alambique del mismísimo demonio. Y la tercera es que existe una infinita escala de barbarie.

El comportamiento de Pedro Sánchez, por ejemplo, obedece al patrón de un sociópata. Es capaz de mirar a la cámara, sonreír, y repetir una y mil veces que no va a subir los impuestos o que no va a pactar con la extrema izquierda ni con Bildu. Imita y transmite una imagen de auténtico duelo cuando fallece un etarra, o encuentra razones para justificar el terrorismo o la liberación de unos presos separatistas que jamás han mostrado arrepentimiento.

Hace un par de días el tirano de la Moncloa, el narcisista del PSOE, el adicto a la pompa, a la adulación y al aplauso volvió a hacer el más bochornoso ridículo ante el mundo. Quedó como un payaso y nos dejó —otra vez— como un país de taconeo y pandereta. Nos hará pagar su vergüenza, gobernando con despotismo. Esto es un hecho matemático.

Dementes como Gimeno acechan pasando desapercibidos, como buenos actores, en cada esquina y, muchas veces, hasta les votamos.



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