Un único destino
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Después de unas semanas de paseo histórico y aprendizaje de la mano de brillantes mujeres, se impone volver a la actualidad, al presente, aunque este sea altamente efímero. Y si del pasado se aprende y el futuro está por construir, el presente, no nos queda otra que vivirlo. C. S. Lewis, escritor británico muy conocido por sus saga Las crónicas de Narnia, afirmaba que: Hemos preparado a los seres humanos para pensar en el futuro como una tierra prometida que alcanzan los héroes, no como lo que cualquiera alcanza a un ritmo de sesenta minutos por hora, haga lo que haga.
La primera pregunta para comenzar a edificar el futuro sería ¿hemos aprendido algo de la crisis económica de 2008 y de esta crisis sanitaria que estamos viviendo desde hace ya más de un año? Sobre la económica se dijeron y propusieron muchas cosas, pero hubo escasos cambios. Hoy, todo el mundo parece tener algo que decir y proponer sobre lo que está sucediendo, pero, al igual que en la anterior, son muy pocos los que están ya trabajando hacia un horizonte que no está demasiado lejos. Lo que viene, en mi opinión, será muy distinto a lo que tuvimos y a lo que tenemos.
Seguimos pensando en términos de mi pueblo, mi provincia, mi ciudad, mi país, mi religión, mi etnia, mi partido… y el primer paso debiera ser olvidar ese posesivo “mi”. No existe mi mundo, porque sólo hay un mundo. No existe mi gente, porque sólo hay una Humanidad. No existe mi economía, porque sólo hay una economía a nivel planetario. No existe mi derecho, porque cualquier derecho lo compartimos todos los seres humanos. Por tanto, sólo existe un destino, un destino común a todos, el problema es que no terminemos de creerlo.
La Declaración Universal de Derechos Humanos, tan alabada como pisoteada, debería ser el terreno sólido sobre el que comenzar a levantar un nuevo contrato social, un nuevo orden. Se aproximan con rapidez, algunos ya están a la vista, profundos cambios políticos, económicos y sociales. Los equilibrios que, con mayor o menor acierto, sujetaron las estructuras anteriores, se vuelven inestables.
Las preguntas de siempre (¿qué somos? ¿a hacia dónde vamos? ¿de dónde venimos?) necesitan con urgencia nuevas respuestas, pues las antiguas ya no sirven. Las certezas dejan paso, de manera precipitada, a las incertidumbres, no podemos estar seguros de nada.
Las personas han pasado a ser “emprendedores” o “microempresas”. Los políticos son “estrellas de los medios”, “showmans del business”. Las verdades son posverdades[1]. Las vacunas, son los “bitcoins”, los nuevos “petrodólares” y los virus, los nuevos poderes guardianes del orden mundial. El virus del hambre, el virus de la desigualdad social, el virus del fundamentalismo, el del individualismo, etc.; llevan muchos siglos pululando, causando millones de víctimas en todo el mundo y no se han aplicado ninguna de las vacunas que existe, porque todos sabemos que las hay.
A todos estos desafíos, y otros muchos, deberán enfrentarse las futuras generaciones. Desafíos económicos, sociales, medioambientales, ideológicos, culturales, etc.; y todo ello en un clima de rapidísimos cambios que resultan difíciles de digerir, porque uno tras otro nos pilla con el paso cambiado, causándonos desasosiego e inseguridades e con las que es obligado aprender a convivir.
¿Quién asume la responsabilidad de lograr que, aquellos que deberá hacerse cargo del mundo, cuenten con las herramientas de pensamiento, reflexión y consenso necesarias para, primero, comprender lo que está sucediendo y después ser capaces de identificar lo que hay que hacer a futuro, gestionando los cambios necesarios sin que les tiemble el pulso? El tiempo no da tregua.
Aunque por mi edad esté más entre los habitantes del pasado que entre los herederos del futuro, permitir que de mi opinión.
En primer lugar es necesario colocar la educación en el centro del debate político, económico y social. No sólo porque todos los seres humanos tienen por naturaleza el deseo de saber[2], tampoco por sea un derecho fundamental, sino porque, además de lo anterior, la educación ha demostrado, a lo largo de los siglos ser la herramienta más poderosa de transformación que existe en todos los ámbitos de la vida humana y ha todo los niveles. La educación es la puerta de acceso al desarrollo personal y social y debe ser una prioridad sin excusas ni pretextos.
La educación en “un mundo 2.0”, como lo llama ACNUR[3], deberá ser adaptable a los nuevos y rápidos cambios de contexto que vienen, donde los sistemas rígidos del pasado ya no sirven. Deberá trabajar de forma transversal – no exclusivamente en la asignatura de Valores éticos – la equidad, la justicia, la ayuda mutua, el respeto al medio ambiente, la libertad responsable. Deberá enseñar a comprender la realidad, a pensar, a decidir; y no sólo a contestar preguntas, también a formularlas. Para todo esto, ya vamos tarde.
Yo, estoy seguro de que los que vienen detrás lo conseguirán, lo que ignoro es cómo y cuándo. Y lo estoy, porque comparto las palabras de Francisco de Quevedo: Cuando decimos que todo tiempo pasado fue mejor, estamos condenando el futuro sin conocerlo.
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