La actualidad de la II República

La relación entre la actual democracia española y la Segunda República es más estrecha de lo que se cree, si bien la inercia del franquismo sociológico tiende a oscurecer este hecho. De entrada, no podría ser de otro modo, siendo ambos regímenes fruto de procesos constituyentes que parten de dictaduras para llegar a democracias que, además, se presentan como avanzadas; proyectos que van de sistemas autoritarios, explotadores y nacional-católicos a otros tendencialmente libres, laicos e igualitarios. Con un resultado constitucional en ambos casos bastante semejante en cuestiones clave como el catálogo de derechos cívicos, la igualdad de género, la división de poderes, el sistema autonómico o la subordinación de «toda la riqueza del país», (sic en ambos textos) a los intereses generales. Semejanzas que llegan hasta lo anecdótico: un mismo artículo, el 45, (en la constitución de 1978, también el 46), establece la protección estatal de lugares de interés natural, artístico o histórico.
(Obviamente, los principios son solo papel mojado o algo peor si no hay voluntad política para aplicarlos. La II República justificó su ley de reforma agraria con esa concepción social de la riqueza, mientas que algunos políticos del régimen del 78 han abusado del poder de intervencionismo en la economía, que también es constitucional, para privatizar servicios sociales o desviar dinero público a sus bolsillos, lo cual es casi justamente lo contrario).
Si el franquismo presentó a la República como anti-España y epítome de todos los males, la Transición “democrática” tendió a olvidar su legitimidad y a obviar una política de memoria histórica democrática que enlazara con ella, algo aún hoy pendiente de completa formulación y, sobre todo, de asunción por parte de la mayoría social española. Y tampoco hubo ocasión para plantear la depuración de los aparatos del Estado, siquiera en los niveles de máxima responsabilidad. A diferencia de lo que pasó en Alemania, Italia o Japón tras la II Guerra mundial, aquí el aparato franquista permaneció, tal cual (el búnker) o reciclado para regir la nueva “monarquía constitucional”. Y a diferencia también de esa inhibición y ese olvido de la transición, el gobierno provisional de 1931 enseguida enjuició al rey y a los principales responsables de la Dictadura anterior y diseñó su propia memoria en torno a temas como la I República, Mariana Pineda, los mártires de Jaca o los comuneros, que aportan el morado de la bandera republicana con una nota popular y anti-absolutista. (También el franquismo ejerció una feroz depuración y tuvo su memoria histórica muy precoz en torno a “la victoria” y a sus «mártires y caídos por Dios y por España»).
Sin embargo, la democracia actual solo con una tardía ley de 2006 recuerda «el legado histórico de la Segunda República, (…) el antecedente más inmediato y la más importante experiencia democrática que podemos contemplar al mirar nuestro pasado». Pero el PP votó en contra (131 votos, el 42 % de los votantes), considerando que la Segunda República era «historia y como tal debe ser tratada» y que la nueva monarquía había superado para siempre los viejos conflictos. Así, la inercia reaccionaria de la derecha y de sectores la Iglesia, la Magistratura y el ejército ha hecho que la memoria histórica del franquismo haya pervivido simbólicamente hasta el siglo XXI, mientras que la otra solo se va abriendo paso a duras penas. La llamada Ley de Memoria histórica de 2007 ni siquiera menciona a la II República; viene luego el “cero patatero” de Rajoy y hoy, 14 años después, aún estamos esperando un planteamiento integral del asunto.
Por lo mismo, en relación de causa-efecto, todavía hoy tienen predicamento visiones históricas muy deudoras del canon franquista (La Historia de la cruzada, de Joaquin Arrarás) o neofranquista (Ricardo de la Cierva). Muy recientemente, a propósito de un libro sobre la Restauración, hemos leído que este régimen era una «monarquía liberal perfectamente asimilable al modelo británico, (…) más cerca de la democracia liberal que la Segunda República”. Lo que es tanto como dar por buenos la oligarquía y el caciquismo, la ley de fugas o el encasillado, ensuciando de paso la imagen de un régimen que, insistimos, era semejante, si no superior, al actual en cuanto a sus valores y principios.
El liberalismo español (dijo Baroja, cuando ser liberal era ser progresista) es como un carro tirado por mariposas.
(Imagen: diputados republicanos por Salamanca en 1931. Faltan Primitivo Santa Cecilia y Tomás Marcos Escribano)
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