El hornazo

 El hornazo


Si hoy pudiese yo cruzar las aguas y traer de vuelta intra muros algún beneficio del final de la cuaresma pandémica, que dura ya más de un año, metería sin dudarlo en el zurrón el gozo de las reuniones y los encuentros, el no tener que dar cuentas a nadie sobre a quién veo ni por qué y aquella orgiástica libertad de arrancar el motor del coche, ¿recuerdan?, y conducir en dirección al horizonte, sin otra cortapisa que el libre albedrío. Si este lunes pudiese yo reabrir alguna puerta, no sería la de la casa de mancebía, sino las de todos esos grandes y pequeños comercios de los que solo queda un abandonado rótulo y el recuerdo de aquel próspero y despreocupado tiempo en el que no era todavía pecado mortal levantar la persiana cada mañana para atender a los salmantinos en sus demandas y exquisiteces. Si acaso pudiera yo tender algún puente hacia la normalidad, acaso un sucinto pontón con el que vadear las aguas de la crispación, buscaría un remanso del río en el que poder cruzar hasta algún recóndito valle político, en el que las mociones de censura y las elecciones a conveniencia no se antepusiesen a la ímproba tarea de sacar adelante la salud y la economía de un país que agoniza en la UCI de la decepción y el desengaño.

Si pudiese escapar hoy del rigor de los inquisidores, si la noche de Salamanca no siguiese tocada con el capirote del auto de fe, volvería a recorrer, uno por uno, aquellos locales de ruta de mi tiempo estudiantil, sin otro toque de queda que el amanecer y el apagado de la iluminación de la Plaza. Si pudiese caminar en romería festiva, no seguiría la comitiva del Padre Cienfuentes, sino la de los abuelos y abuelas que acuden a vacunarse con el brillo del tamboril en los ojos, a pesar de que saben que están siendo conejillos de indias y a pesar de que quienes organizan la campaña de vacunaciones, con sus vaivenes y rectificaciones, parecen haber empinado la bota de vino con mayor ángulo de inclinación que el deseable. Y si pudiese arrancar a bailar una jota o una charrrada, se la dedicaría a la consejera de Sanidad, que en Wikipedia se presenta como “reconocida por la World Organization of Family Doctors como la mejor médico de familia del mundo” (¡Olé!) y a la que pondría a pedir perdón en el altar mayor, como la Clara, con el librito en la mano, el librito en el que quedan escritos los nombres de las víctimas mortales y corneados por el coronavirus.

Si no estuviese tan lejos, si para compartir con vosotros esta festividad no tuviese que saltarme unas cuantas e injustas leyes, salvar varios cierres fronterizos, un rosario de test de las más diversas y dispersas condiciones, además de un cilicio de controles estatales que no estoy segura de poder soportar mucho tiempo más, no duraría en recorrer cuantos kilómetros fueran necesarios para volver a formar parte de la tradición del Lunes de Aguas y para envolverme en esa empatía festiva que nos embarga después de las privaciones y las renuncias, cuando todo resucita en la alegría de la vida. No será exactamente así este año, lo sé, pero igualmente merecería la pena el viaje para disfrutar con vosotros de lo que quede de fiesta, porque si algo nos ha quedado claro es que hay que celebrar con cualquier excusa y por cada medio motivo a nuestro alcance.

Y en el improbable caso de que tuviera yo que hornear hoy un hornazo, dado que a mí Dios me dio solamente el talento de comerlo, pero no de cocinarlo, buscaría una receta de las clásicas y algo ya trasnochadas. Una receta de las típicas de aquella década prodigiosa que vivimos entre 1976, primer gobierno de Suárez, y 1986, entrada en la Unión Europea, antes de que España empezase a torcerse con la cultura del pelotazo de Solchaga. Compraría la mejor manteca para engrasar el consenso y el entendimiento. Me haría con el gran embutido de calidad de esta tierra, que viene a ser la clase media, hoy en peligro de extinción. Sumaría inversiones sostenibles en la masa del tejido empresarial, con el pimentón de la digitalización, y no lo dejaría hornear a fuego lento, porque hay prisa, que es lo mismo que decir que hay hambre. Finalmente, cuando el hornazo saliese humeante de la cesta de la merienda y antes de que el clima propio del lunes de aguas rompiese a regar a los comensales, levantaría botella en recuerdo de todos aquellos que hoy ha no pueden comerlo con nosotros. Por todos los que se dejaron la vida en esta lucha a ciegas contra el virus y por todos los que los perdimos y quedamos en la batalla, en la que no se otea todavía un final. Para brindar por que el año que viene podamos volver a comer un hornazo sin mascarilla y por las lecciones que, a base de prueba y error, hemos aprendido gracias a la pandemia. Que tienen que ver con el muestrario de vacunas y la dinámica de las gotículas, pero también con brechas en nuestras costuras sanitarias, económicas y sociales, que acabó rasgando la tensión a la que estuvimos sometidos.



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