El ‘hongo’ de la guerra

 El ‘hongo’ de la guerra

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SI el lector ronda los 70 años y le hablo del saccharomyces tea en simbiosis con el bacterium xylinum le sonará tan a chino como los componentes de las diversas vacunas aparecidas contra el coronavirus. Pero si le digo que se trata del célebre “hongo” se le encenderá la bombillita del recuerdo y cómo en cualquier hogar salmantino hubo una época en que se entronizaba solemnemente una vasija que lo contenía, como si se tratara del Niño de la Salud o de la capilla domiciliaria de san Antonio de Padua, de María Auxiliadora o del milagroso Niño Jesús de Praga. Solo faltaba colocarlo entre dos “mariposas”, (lamparillas sobre aceite) o más modernamente entre dos “lámparas Luña”, invento del sacerdote don Celestino Lurueña Martín, párroco de Cabrerizos, de la Aldehuela de la Bóveda, de Calzada de don Diego y previamente de Martinamor, donde bautizó a Rafael Antonio Salazar Motos, el cantaor Rafael Farina, antes de que regresara con su familia a Salamanca. Mereció don Celestino salir en coplas en el homenaje a Farina de la pluma de Aníbal Boyero: “Y cuando canta Farina / por esos mundos de Dios / con qué alegría lo canta / mi pueblo Martinamor. / Don Celestino Lurueña, / cura de la localidad, / de moro le hace cristiano / con muy buena voluntad….”.

El “hongo” era una seta o níscalo de la familia de las talocitas, con masa marrón amarillenta y negruzca nadando en agua de té azucarada, con lo que se conseguía que el conjunto fuera de aspecto mucilaginoso y maloliente. Se colocaba en un ancho recipiente, normalmente una palangana, (cubierta con una gasa para evitar la entrada de agentes exteriores), pues llegaba a alcanzar de 25 a 30 cm de diámetro y se dejaba macerar. Pese al repulsivo aspecto, constituía un rito protocolario, sentarse al rededor de la mesa camilla y repartir en pequeñas tazas una ración del líquido a cada uno de los familiares, pese al desagradable sabor en el paladar. Se restituía lo consumido por otra cantidad de agua con infusión de té azucarado.

Dejándolo en reposo unas semanas afloraba un nuevo hongo y era el momento de regalar los brotes a otro familiar o amigo y extender la cadena de consumidores con un producto que prometía no solo prevenir ciertas enfermedades sino curarlas todas, incluso el tifus exantemático desarrollado a finales de los 40 del pasado siglo. Si se le sacaba del recipiente, al carecer de caldo, se apergaminaba, pero volvía a crecer introduciéndolo de nuevo en el líquido. Se le denominó “el hongo de la caridad” ya que la transacción era gratuita.

Dio motivo a la canción: “¡Hay que tomarlo, hay que tomarlo! / Es un remedio sin par. / Todo aquel que toma el hongo / no padece ningún mal.”

Incluso las chirigotas de Cádiz lo incluyeron en su repertorio y así en 1953, el vendedor de la ONCE Juan García Muñoz, conocido por “Manco del Jamba”, compuso la titulada “Los descubridores del hongo maravilloso.”

Como la ingestión se efectuaba sin las mínimas condiciones de higiene sanitaria adecuadas, la Dirección General de Sanidad prohibió no solo su uso sino que se mencionara el producto en los periódicos.

Su apóstol defensor en España fue el médico de Arequipa en Perú, Faustino Oliver Rodríguez, a través de la televisión y publicando un libro titulado “El hongo teomicina”.

Hoy ha vuelto su consumo pero bajo fórmulas farmacéuticas y conocido como Kombucha (hongo bacteriano, hongo de té u hongo chino) que es una bebida fermentada de ligero sabor ácido obtenida a base de té endulzado, fermentado por la acción de una colonia de aspecto gelatinoso, compuesta por varios microorganismos (bacterium xylinum) y levaduras (saccharomyces).

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