El hombre de las 4.000 garrochas

 El hombre de las 4.000 garrochas


De las manos artesanas de Fulgencio han salido ya más de cuatro mil garrochas en el último medio siglo. Desde el pequeño taller de Bocacara para todo el mundo. Se las vinieron a comprar desde Alemania y casi un centenar de ellas están en las fincas ecuatorianas de Quito: “El rejoneador Álvaro Montes viajaba allí todos los inviernos, allí tiene muchos amigos y contactos, torea alguna corrida y corre vacas en las grandes ganaderías de allí. Antes de ir, siempre pasaba por aquí, se llevaba un juego de media docena de varas y se las dejaba allí a sus amigos. Y así todos los años. Siempre me bromeaba y me decía que eran las varas que más caras le salían”. Quien habla es Fulgencio Franco que, a punto de cumplir noventa años, sigue siendo una referencia en la artesanía de la madera. Es de los pocos que quedan en Salamanca que se dedica a hacer las garrochas, las varas con las que se mide la bravura de las reses. En el campo y en la plaza. Son los palos que manejan los varilagueros en el ruedo en la suerte de varas, en las corridas de toros y en las novilladas con picadores. También en los tentaderos en las fincas de bravo, en las dehesas para correr a los becerros en el acoso y derribo; y, por supuesto, para manejar el ganado a caballo en las múltiples tareas de campo. Fulgencio Franco se define como “un curioso, arrimado al artesano”, acaba de salir de una larga convalecencia en el hospital pero ni eso ha frenado su pasión por las varas. Pide que no le llame de usted y eso que ya otea el siglo, bromea: “Me he pasado toda la vida ahorrando días, para ahora poder durar más y mira… he tenido un susto del que, por suerte, ya estoy bastante bien”. Y ahí está, de nuevo encerrado en ese taller que le da la vida. A la misma entrada de Bocacara, donde nos recibe, abre la doble hoja del portón de entrada y, de repente, aparece un habitáculo que no llega a los treinta metros cuadrados donde se amontonan infinidad de curiosas herramientas por todas las paredes y rincones. De frente, varias colecciones de cencerros, sobre los que también trabaja, haciendo los badajos de madera, punteando y troquelando los collares. Hace también cinturones. Y trabaja y labra cuernos de vacas y de toros que convierte en motivos de decoración. Todo se reparte por el taller. En la pared de la derecha se apoyan una docena de varas terminadas y usadas (“ahí hubo un momento que había más de cien, cuando todos venían aquí a buscarlas”, matiza Fulgencio). Junto a ellas, dos monturas colgadas de la pared. En el centro del taller, una mesa alargada de casi cuatro metros, donde nace la forma de las varas. Sobre ella, infinidad de herramientas, garlopas, cepillos, gubias, formón, martillos, sierras, hojas de lija de diferentes granos… Allí descansa una garrocha ya redondeada, bajo la mesa se acomoda una docena de palos, aún cuadrados y con las esquinas vivas. Casi cuatro metros de largo. “Esto es un palo para ciento y un día; para toda la vida”, matiza cogiendo uno y mostrándolo a la cámara (imagen de la derecha): “Esto es lo que traemos de la máquina. Estos palos los sierro de tablones grandes, voy a la máquina, los saco hace un año, los dejo aquí y ahora ya se si van a torcer hacia un lado u otro. Es madera, y si no haces las cosas bien se tuercen. Este ya no, los he cepillado yo. Y ahí están listos para trabajar”. Los muestra como su gran fortuna.

“El palo si no es cónico no hay quien pueda con él. Atrás tiene 4’5 centímetros y en la punta delantera no pasa de tres”

En el suelo se amontonan las virutas de madera que han salido de dar forma a las varas. Ahí, el propio Fulgencio desvela las claves que un neófito, a simple vista, no se fija: “El palo si no es cónico no hay quien pueda con él. Esa garrocha larga si fuera recta, ni la mueves, ni eres capaz de manejarla. Si atrás tiene 4’5 centímetros, adelante tiene 3”. Fulgencio Franco coge una vieja garlopa que ha pasado ya por más de cuatro generaciones y la desliza sobre la vara para afinarla. De ahi van saliendo las virutas en forma de espiral que emprenden un vuelo templado al suelo.

3’5 METROS DE LARGA Y 2 KILOS DE PESO

La garrocha puede llegar a medir hasta tres metros y medio de largo y pesar hasta dos kilos. Tras trabajar la forma original cuadrada con lados de hasta 5 centímetros, se queda convertida en una forma cónica que se queda en 4’3 centímetros en la parte más gruesa y apenas tres en la más fina. En el momento de mayor intensidad de producción de las garrochas en este viejo taller de Bocacara, Fulgencio Franco afirma que “podía llegar a hacer hasta dos varas y media diarias. Ahora ya apenas hago una, porque me canso y lo dejo, luego vuelvo”, matiza. Una vez acabadas, Fulgencio desvela uno de los secretos para el mantenimiento y conservación de las varas: “Como ya me voy a morir pronto y ya no tengo que ganar para esa vida, te voy a confesar un secreto: Esta que ya está terminada es bueno darle una imprimación para que se conserve mejor”, sentencia. “¡Mira! —exclama—, esa vara que está ahí, tiene más de treinta años, con ella he corrido toros, vacas… Y ahí está”.

Fulgencio Franco, natural de Cereceda y afincado en Bocacara, con sus noventa años y popularmente conocido entre la gente del campo y del toro, con apenas quince ya estaba trabajando en una ganadería, antes de irse al ejército, donde fue el encargado de cortar el pelo a más de dos mil reclutas, lo que le sirvió para tener después una peluquería en León, antes de volver a Bocacara, donde se dedicó ya a la agricultura. Después a la albañilería, también trabajó en el monte, desmochando y olivando encinas. Ha hecho de todo. “Solo me faltó una cosa. Aprender a robar un banco… Eso me hubiera solucionado la vida”, dice con ironía. Su pasión fue el campo y la ganadería, llegó a tener una pequeña y modesta ganadería de bravo y acabó siendo una referencia en la cría de bueyes, que mantuvo hasta hace tres años. Cuando cargó los últimos, tenía hasta 27. Llegó a tener más de cuarenta. Al jubilarse pasó la ganadería a nombre de su mujer: “Me convertí en el mayoral”, concreta, y empezó a hacer encierros con sus bueyes por los pueblos. Fue a la plaza de Gijón, corrió gran parte de los pueblos de Navarra, fue habitual en el Carnaval de Ciudad Rodrigo… En toda esa vorágine de su vida, siempre tuvo la afición de hacer las garrochas. “Al principio las hacía para uso personal, a ratos libres. Y se convirtió en su gran ocupación: “Durante tres años, ajusté con una empresa de Salamanca 30 garrochas mensuales durante tres años”. Sus garrochas se vendían también en varias guarnicionerías de Sevilla, aledañas a La Maestranza. Rejoneadores como Javier Buendía o Manuel Vidrié le encargaban las garrochas, también se las hacía a Francisco Rivera Ordóñez cuando estaba casado con la hija de la duquesa y se las proporcionaba a todo el personal de sus fincas; a Paco Ojeda, una vez que colgó el traje de luces y se dedicó al rejoneo; a Joselito. Y también a toreros actuales como El Juli o Perera: “Cuando han venido estos años a correr becerros en Ciudad Rodrigo, el día antes venían por aquí y se llevaban las varas”, concreta. “A todos toreros les hacía las varas para montar a caballo y cuando se las mandaba, les metía siempre estaquilladores para montar las muletas y son los que usaban para torear”. Hoy también se los hace a Paco Ureña.

Fulgencio Franco le hizo las garrochas a Vidrié o Buendía y toreros como Joselito, Rivera Ordóñez o El Juli

“Al artesano no se le paga nunca lo que vale su trabajo”, dice valorando las horas y la tarea manual que le lleva sus tareas. La clave y el éxito del artesano es el cepillo y darle…” Raca, raca, Fulgencio reproduce la dulce melodía que sale de la fricción del cepillo con la madera. El éxito está en que no se caliente la madera: “Lo más fácil sería meterlos en una maquina, que los cortara y diera forma en un momento. Una vez lo probé. En una mañana hice 70 palos. De los 70 solo pude aprovechar 25. El resto los tuve que destinar a hacer palos para los zachos y regalárselos a la gente del pueblo. Un desastre”.

Relata orgulloso sus obras y su artesanal forma de trabajar. “Ese palo estaba encima de la mesa cuando me llevaron al hospital en septiembre, ahí sigue y mira lo derecho que está. El otro día lo acabé y sigue recto, aquí tirado. Una garlopa por mucho que trabajes no calienta el palo. El artesano va poco a poco. La clave del artesano es el cepillo… Mira todos los cepillos que hay aquí”. Y de repente saca una vara de “majaguar” que dice que ya no se pueden hacer porque está prohibido talar esos árboles. Y otra más que es la joya de la corona que se prohibió él: “Hice 14 o 15 hace años y salían carísimas, llevan tres maderas diferentes , oregón, jatoba y melis”. La muestra orgulloso. Son piezas de coleccionista. Está apoderada del polvo que nace a cada instante de las virutas y el serrín del taller, la frota con una balleta y, de repente, luce resplandeciente: “¡Mira, parece un mueble!”, exclama orgulloso, antes de retratarse: “Trabajo más por la ilusión que por lo que vale. La ilusión de hacer y de poner es lo que me mueve”. Un artesano. El hombre sabio del pueblo que trabaja la madera. Un artista. Un oficio en vías de extinción por la falta de continuidad de artistas como Fulgencio; y amenazados también por las nuevas modas de las varas de fibra de carbono: “¡Va! Eso es una mierda. Sí, son más ligeras. Poco más de un kilo. Si coges una vara larga y vienes a todo meter con el caballo y viene el aire, se te va la garrocha a la mínima y no coges la vaca. No tiene peso y se la lleva el aire”. Así, los clásicos siguen apostando por las de madera para elaborar las garrochas que sirven para tomar la temperatura de la bravura. La vara de mando.



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